El museo de guerra
El Tibidabo contó con un centro donde era posible ‘revivir’ el conflicto europeo
Cuentan que Alfonso XIII no le hacía ascos a la idea de entrar en la Gran Guerra, pero que las pésimas condiciones de su ejército le habían convencido a optar finalmente por la neutralidad. Como premio de consolación, la Sociedad Anónima El Tibidabo creó una ilusión, mitad museo mitad atracción de feria, que permitiría a los barceloneses imaginarse por unas horas en pleno combate. Lo ilustró la revista Panorama Universal en febrero de 1916, con una serie de fotografías de la inauguración del Museo de Guerra. En una de ellas se ve a las principales autoridades de la ciudad con sus bombines y sus abrigos posando en grupo en la sala de proyectiles, rodeados de grandes balas de cañón y bajo un dosel con banderas de las naciones beligerantes. Todos miran a la cámara con gesto feroz, detrás de ellos un mural con soldados alemanes y sus cascos de pincho. Después de aquella foto, el general Burguete escribió que España podía levantar un ejército de dos millones de soldados. La prensa se lo tomó a guasa: “¡Como no sean los de la colección del Tibidabo!”.
Los niños y el elemento castrense fueron los más emocionados con la iniciativa del museo
La sierra de Collserola cambiaba las solemnes rogativas por la paz europea que se habían sucedido a finales de 1914, por un espacio concebido a la mayor gloria guerrera del momento. Cual si fuesen esos seriales que comenzaban a verse en los cines, los combates se vivían como tragedias y victorias tan lejanas como permitía la neutralidad. No hacía falta viajar para sentir el peligro de la guerra estática, en Barcelona era posible por tan sólo 50 céntimos. La Ilustración Artística publicó una instantánea de la entrada a las trincheras del museo, se ve una garita hecha de cestones y un bizarro portero con largo capote militar y bigote. Esta revista hacía recuento de los elementos que componían la muestra, donde destacaban ramales blindados, muros, sacos de tierra y alambre de espino. Abrigos para la tropa y para oficiales —con sus respectivas literas—, una galería de mina para colocar explosivos bajo las posiciones enemigas, un observatorio y el “cañón monstruo”, así como grabados de los uniformes utilizados por los países contendientes, banderas de las trece naciones en lucha, baterías, obuses, polvorines, cocinas, puentes y demás material militar. En aquel museo se podía visitar una ambulancia de la Cruz Roja frente a las ruinas de la catedral de Soissons convertida en hospital de campaña, incluso ofrecían una simulación panorámica y premonitoria de Barcelona como una capital bombardeada. Habló de ello en estas mismas páginas José Ángel Montañés, en su artículo La Gran Guerra en el Tibidabo. El periodista citaba la peripecia del ingeniero militar Mariano Rubió, “que escribió más de un centenar de crónicas sobre la guerra en La Vanguardia y que no dudó en hacer referencia al conflicto en el parque de atracciones que se construía en el Tibidabo, tras ser nombrado director técnico y gerente por su propietario, el famoso doctor Andreu”.
Estuvo abierto hasta 1940 cuando las autoridades franquistas decidieron cerrarlo
Este espectáculo se convirtió en el preferido por los más pequeños. Contaba Pere Calders en Ver Barcelona —el libro que publicó con fotografías de Francesc Català-Roca—, cómo se habían quedado grabados en su memoria infantil aquellos nidos de ametralladoras, el material que decían auténtico esparcido por el suelo y los periscopios que ofrecían visiones realistas del campo de batalla. Por similitud de atuendo y maneras, también fue una diversión común para los Exploradores de España (la versión autóctona de los boy scouts), que con el estallido de la guerra vieron aumentar tanto el número de afiliados como el apoyo oficial que recibieron. Junto a las excursiones a Las Planas y los jamborees o reuniones, fue un premio para aquellos niños de uniforme. En la concentración que presidió Mariano de Foronda en mayo de 1916, fueron invitados a acampar en la montaña y a visitar las instalaciones del museo. Tras un exhaustivo recorrido levantaron sus campamentos, y formados con la banda de música al frente desfilaron con gallardía por el paseo de Gracia y la Rambla. Otro colectivo comprensiblemente emocionado con la iniciativa fue el elemento castrense. A pocos días de inaugurado ya lo visitó el gobernador militar, y en la primavera de 1917 hicieron lo propio jefes y oficiales de los regimientos Vergara y Alcántara, después de presenciar unos ejercicios de artillería en el Campo de la Bota. Ese mismo día se comunicó que habían sido cortados y robados 224 metros de cable telefónico del castillo de Montjuïc, se supone que ante las mismas narices de la guardia.
El Museo de Guerra no cerró al cesar los combates, siguió funcionando hasta 1940 cuando las autoridades franquistas decidieron clausurarlo. Para entonces, tras una guerra vivida en primera persona a nadie le apetecía una exhibición así.
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