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El ‘boom’ de los festivales de verano

Las nuevas tecnologías y la agrupación de la oferta alientan el florecimiento de los conciertos Durante el estío han ‘nacido’ tres encuentros y uno ha desaparecido

Actuación de Sisa durante el 'recuperado' festival Canet Rock.
Actuación de Sisa durante el 'recuperado' festival Canet Rock. gianluca battista

¿Qué pasa con los festivales?, ¿por qué proliferan?, ¿hay demasiados? Son sólo algunas de las preguntas que este verano se ha convertido en recurrentes. La programación estival, ya de por sí dada a la música en directo, se ha cubierto desde hace años con la sábana del concepto festival, sustantivo impreciso que agrupa nutridas programaciones que se realizan en un fin de semana, series de conciertos escampados en un trimestre y fiestas populares que antes eran verbenas. Sea como fuere resulta evidente que los festivales están de moda, que su número parece haberse incrementado de manera llamativa y que con su adhesión o indiferencia el público y los patrocinadores acabarán ajustando a la baja un sarampión que ha llenado de puntitos rojos la piel de Cataluña.

A pesar de ello, este verano sólo ha visto nacer tres festivales de cierto relieve, si pasamos por alto la coincidencia cafre de dos festivales de heavy metal (Barcelona Metal Festival y Rock Fest BCN) celebrados además el mismo fin de semana (5 y 6 de julio) como prueba de que los promotores funcionan como los felinos, marcando territorio para intentar declararlo como propio. Al margen de estos dos acontecimientos, las novedades han sido el Jiwapop, organizado por personas ajenas al mundo del directo que como tales pensaban que juntar nombres de artistas famosos es sinónimo de festival exitoso. El resultado, previsible, ha sido una cancelación por falta de ventas y la ruina de unos promotores aficionados que de momento no han devuelto ni el importe de las entradas. Su mera existencia es una prueba de que para algunos el mundo del festival es el tocho de la España previa a la crisis. El segundo ha sido el Barcelona Beach Festival (26 de julio), acontecimiento que al definir con claridad su público y ofertarle adecuadamente su propuesta, se ha visto coronado por el éxito y, dicen, desea volver el año que viene con más días de duración. La tercera novedad ha sido otro caso extraño, un Canet Rock que se ha beneficiado del trabajo hecho por festivales como el PopArb, a(phònica), BAM, Altaveu o Acústica, ha cabalgado sobre la ola identitaria y se ha aprovechado de una marca como Canet Rock, con poderoso impacto emocional, para reunir a la juventud en campas que fueron hippy.

El desastre organizativo, tímidamente aceptado por una organización en el mejor de los casos muy bisoña, prefigura una próxima edición con los gastos de producción no escatimados con argumentaciones de párvulos.

Esto ha sido todo lo novedoso, pues casi todo lo demás ya existía, incluido el Mas i Mas Festival que responde a la estulticia de dejar a Barcelona sin música durante el mes de agosto. Ha habido alguna aparición menor, Sons Solers en Sant Pere de Ribes, y alguna reconversión como la del Faraday en el Vida Festival. En cuanto a desapariciones, lo ha hecho uno que tenía muy definido a su público, los amantes del reggae, que no respondieron a la llamada del Trash An’Ready, cancelado días antes de celebrar su segunda edición, el 26 de julio. A grandes rasgos, dado que los números de los festivales no se conocen con detalle y que los patrocinios protegen sus presupuestos, resulta muy difícil determinar cual ha ido bien o mal más allá de la simple impresión visual. Además se ha de considerar que como bien indica Jordi Herreruela, director del Cruïlla de Cultures, “un festival es una apuesta a medio/largo plazo, cuesta mucho hacerse un hueco, definirte con nitidez ante el público y ganar la credibilidad de una marca que se valore en sí misma”. En otras palabras, los números de un festival, a menos que sean ruinosos, no pueden valorarse en tan sólo un par de ediciones sino atendiendo a una perspectiva más amplia. Pelotazos, los menos.

Pero lo cierto es que todo el mundo quiere hacer festivales, resultado de la inanición de la industria del disco y de la bajada de espectadores por efecto de la crisis incluso en las giras de artistas solventes. Protegerse bajo el paraguas de un festival puede potenciar el efecto llamada, ayuda a agrupar la oferta bajo un epígrafe que facilita la comunicación en tiempos de redes dispersas. En el caso de los festivales al por mayor tipo Primavera Sound o Sónar, todo ello puede mostrar un cambio de tendencia en los hábitos de consumo, concentrado en esos días en perjuicio de un consumo más distribuido durante toda la temporada. De cualquier modo la idea de festival funciona hasta el extremo que muchas programaciones locales se denominan ahora festivales sin haber realizado cambios sustanciales en su oferta, que por fortuna para los músicos catalanes, con honorarios más razonables y buen nivel de popularidad, tienen en ellos la cantera de programación.

Será cuestión de que el tiempo determine si se mantiene la tendencia reflejada en el Anuari de la Música 2014, en el que se señala que en 2013 ha aumentado la oferta (+16%) y el público asistente (+42,8%) pero ha bajado la facturación (-14%) de la música en directo debido a que las entradas han mantenido su precio, los promotores han asumido el impacto del IVA y sigue habiendo oferta gratuita. Ante este panorama, ofertar un festival se antoja conceptualmente como una muleta que ayuda a superar la cojera de un consumo musical cuyos números se asfixiarían sin patrocinios. Porque las marcas, y este es otro argumento en favor de estos acontecimientos, lo que quieren son festivales, pues allí es donde su mensaje publicitario resulta más nítido y sostenido en el tiempo. Y su proliferación durante los últimos años ha concentrado aún más la oferta musical a partir del Primavera Sound. Como se dice en el mundillo, “el Primavera es el chupinazo musical del verano”. Quien se debilita es la oferta continuada a lo largo del año, justamente lo que más cuesta patrocinar dado su carácter individual.

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