La desnudez del Rey
La precipitación y la urgencia en el aforamiento de Juan Carlos I han llegado al paroxismo
Desde las elecciones europeas de mayo, los mentideros de la capital del reino echan humo. Hay motivos: aparición de nuevos partidos políticos; dimisiones de responsables políticos, especialmente relacionados con la crisis más que latente del Partido Socialista; y la guinda de la abdicación del rey Juan Carlos I, con la posterior imputación de su hija Cristina, quien se encuentra en una situación verdaderamente complicada.
En ese contexto, Felipe VI ha sido proclamado monarca del reino. El lector avezado habrá observado que la aplicación del aplausómetro al lehendakari ha sido una de las mayores preocupaciones para muchos comentaristas y opinadores mediáticos españoles. Lo cierto es que el discurso, se mire por donde se mire, no era en absoluto merecedor de un aplauso. Fue un discurso vacío de contenido y de significado, carente de la altura y el tono que se demanda en su primera intervención a un nuevo dignatario. No estuvo a la altura del momento, ni de las expectativas, y ni siquiera dio respuesta a los requerimientos directos e indirectos que se le habían planteado. Ahora, en defensa del nuevo rey, se pretende defender que no puede ir más allá en sus mensajes: vanos intentos de defender lo indefendible y cubrir la evidente decepción.
El modelo de Estado, sea una república o una monarquía, tienen su transcendencia en tanto en cuanto aporte algo a la sociedad a la que debe representar. Si la jefatura de Estado hay que identificarla con el papel que ha desempeñado Juan Carlos I, es evidente que no es un modelo que ofrezca muchas garantías. No hay en Europa jefe de Estado electo capaz de competir con el ex monarca en el ranking de desinhibición.
A modo de contrapunto podemos citar el caso del jefe de Estado alemán Christian Wulff, quien dimitió en 2012 tras ser acusado de recibir créditos ventajosos y de dejarse pagar las vacaciones por empresarios amigos (dicho sea de paso y en honor a la verdad, acusaciones de las que ha sido absuelto). Resulta inimaginable una situación similar en el Estado español. Aquí es más bien lo contrario, porque pensando en el ex jefe de Estado a todos nos vienen otro tipo de ideas y asociaciones mentales a la cabeza, no relacionadas con la mesura sino con el exceso, sea este de índole cinegético o moral.
Ante el incontestable declive de la institución monárquica, ante la inocultable contestación social y ante la evidente precipitación urgente con que se ha querido liquidar el tránsito entre abdicación y coronación, el PSOE ha terminado por perder pie. Su actitud de pleitesía ha causado extrañeza a propios y extraños. El papel de alumno aventajado de la monarquía al que le ha conducido el PP no ha podido ser comprendido ni asumido por un partido ideológicamente republicano con militantes de sentimiento republicano. Es previsible que en la nueva etapa que ahora se abre la cuestión del nuevo modelo de Estado acabe también abriéndose paso.
Y para despachar definitivamente el proceso abierto con la abdicación, el último trámite será el debate en el Senado del aforamiento de Juan Carlos I. En este caso, la precipitación y la urgencia han llegado a su paroxismo. Quienes han pretendido defenderle a toda costa no han logrado más que disparar las suspicacias ante la desnudez de quien fuera rey. Han demostrado en la práctica la máxima desconfianza ante su persona, porque la pregunta que ineludiblemente todos nos formulamos es: ¿De qué tenemos que proteger a una persona que no tiene ninguna función, excepto la de haber sido rey en el pasado? Quienes han pretendido batir el récord mundial de velocidad en el aforamiento urgente no han logrado en la práctica más que poner de manifiesto la desconfianza en la justicia y en quien fuera monarca, hoy desnudo ante la sociedad.
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