¿Última oportunidad para Artur Mas?
El presidente parece identificar hacer el ridículo con quedar él en mal lugar ante los suyos por no alcanzar los objetivos propuestos
Artur Mas repite con frecuencia de un tiempo a esta parte que uno de los errores que no se puede permitir el procès es el de hacer el ridículo. Transmite con su insistencia la sensación de que el asunto le preocupa profundamente. Acierta sin duda al asumir tal preocupación. Porque no son pocos los ciudadanos que en este país pueden haber tenido la impresión de que en el último mes se ha bordeado de manera peligrosa (desde el punto de vista del procès) dicho peligro.
Tal vez uno de los momentos en los que más cerca se ha estado de caer en lo que tanto parece temerse haya sido el pasado 2 de junio, tras el discurso del Rey Juan Carlos en el que anunció su abdicación. La intervención del presidente de la Generalitat, presentada como institucional, lejos de responder a tal expectativa, se movió en ese terreno que un castizo definiría como el de “qué hay de lo mío”, donde “lo mío” quedaba reducido a la consulta, alfa y omega de la política catalana en este momento, por más intensos y estremecedores que puedan ser los movimientos sísmicos que se produzcan alrededor.
A dicho momento han ido siguiendo, casi en cascada, otros de parecido tenor, como el de las reservas iniciales de Artur Mas en acudir a la proclamación de Felipe VI (luego se ha sabido que la única actividad oficial de su agenda en los USA fue verse con el gobernador de Carolina del Norte, próximo al Tea Party), su reproche de que en el discurso de proclamación no se hubiera incluido la expresión “plurinacional” (que no aparece en el texto de la Constitución) o, en fin, la sugerencia de que el nuevo Rey debería asumir tareas políticas para las que no está facultado con el objeto de posibilitar una consulta con una pregunta de más que dudoso encaje legal.
Analizando tales ejemplos, a los que sin dificultad se podrían añadir otros semejantes, se extrae la conclusión de que Mas parece estar identificando en todo momento hacer el ridículo no solo con quedar él en mal lugar ante los suyos, sino con que ello ocurra por no alcanzar los objetivos propuestos. O, más en breve, con fracasar de mala manera, sin épica alguna que atenúe la derrota.
Tal vez le convendría reconsiderar estas premisas. Si echamos la vista atrás y pensamos, sin remontarnos demasiado lejos en el tiempo, en lo que ha resultado determinante para que valoremos hoy a determinados políticos de nuestra historia reciente de manera inequívocamente positiva (con independencia de que podamos estar más o menos de acuerdo con sus posiciones), comprobamos que ha sido precisamente el hecho de que manejaran unas premisas de signo opuesto a las que maneja Mas.
Así, a la hora de su muerte, ha habido práctica unanimidad en considerar que uno de los principales méritos de Adolfo Suárez fue precisamente el arrojo y la firmeza con la que fue capaz de enfrentarse a los suyos, para proponer lo que consideraba que era lo mejor para la sociedad española en aquel momento, aunque eso pudiera acarrearle críticas y desafecciones. También Felipe González tuvo el coraje político de plantearle a su partido la necesidad de abandonar un marxismo que formaba parte históricamente de sus señas de identidad ideológicas. Y qué decir, en fin, de la determinación con la que Santiago Carrillo convenció a sus camaradas y simpatizantes de la necesidad de aceptar la monarquía y, por consiguiente, la bandera rojigualda.
Frente a ello, no atreverse a dar un volantazo cuando la situación lo requiere, aferrarse, sin estar dispuesto a la menor autocrítica, a aquello por lo que en algún momento se apostó, por más que puedan haber cambiado incluso radicalmente las circunstancias iniciales de la apuesta, lejos de poder ser considerados virtud o mérito, constituyen defecto y severa limitación.
El nuevo escenario que se ha abierto en España tras la abdicación del Rey Juan Carlos, con la explícita aceptación por parte de prácticamente todos los sectores del arco parlamentario, incluidos los más conservadores, de la necesidad de emprender profundas reformas constitucionales, deja sin efecto las reiteradas afirmaciones del soberanismo según las cuales la independencia era, a la vista del inmovilismo español, la única vía que le quedaba a Cataluña.
El papel de Don Tancredo, representado en exclusiva hasta ayer por Mariano Rajoy, se diría que parece hoy, debidamente rebautizado como wait and see, a punto de pasar a manos de otros actores. La magnitud de los retos pone a prueba la grandeza de los individuos y de las sociedades, tanto como —¡ay!— puede dejar en evidencia su insignificancia.
Ahora toca hablar, de verdad, del futuro y comprometerse en su diseño de manera clara y definida (como, por lo demás, hizo siempre a lo largo de su historia el catalanismo político). Quienes repetían, como si de un mantra se tratara, que era impensable que desde España llegara propuesta alguna de reformas, no pueden mirar hacia otro lado ni cambiar de tema ahora que la situación abre claramente la posibilidad de llevarlas a cabo. Ese sí que sería, President, el mayor de los ridículos.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la UB.
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