Pinocho (y Bruce Springsteen) despiden a Ana María Matute
Una nutrida y exquisita representación de escritores y personalidades asiste al funeral
La foto al lado del altar daba alguna pista. Sobre las manos entrecruzadas a la altura de la barbilla, el primer plano de Ana María Matute, fallecida el pasado miércoles a los 88 años, esbozaba una sonrisa de abuelita dulce, pero quizá con una sombra pícara. Se confirmó al momento: la entrada de su sencillísimo féretro color cerezo fue bajo la armónica de Bruce Springsteen en The River, para sorpresa de muchos de los cerca de 150 asistentes a su funeral en el Tanatorio de Les Corts de Barcelona.
Es verdad, al lado de Matute, lecturas aparte, siempre acababan pasando cosas extraordinarias. Lo recordó en su parlamento su editora en Destino, Silvia Sesé, que hizo gala de su fino olfato literario cuando dijo que ya entendía porque la escritora que “aunque sabía decir que no, casi siempre decía sí” menguaba y menguaba. “Iba dejando trocitos de sí misma como el príncipe feliz de Oscar Wilde; por eso encogía poco a poco: se quedaba sin ella misma para que todos tuviéramos así algo suyo; tu amado pueblo te recordará siempre”, cerró jugando con uno de los latiguillos tan de cuento que, con su humor habitual, siempre usaba la autora de Aranmanoth:”¡Gracias, amado pueblo!”.
Si su íntima colaboradora de todos estos años, Mari Paz Ortuño, la que pasaba a ordenador los textos que Matute hasta el último momento aporreó en su vieja Olivetti, no pudo sostener el hilo de la ironía (“Las cosas se acaban así, de pronto, decía siempre ella sobre la vida y sus obras”, recordó ayer, notablemente afectada), sí lo logró la nieta de la escritora, Verónica Pareja, quien, pese a admitir que no había heredado la facilidad narrativa de su tía (“pero las bolsas de los ojos, sí”, señaló hacia la foto), esbozó un sentido retrato de Matute, especialmente dadivosa y, sobre todo, despistada, como mostró mil veces en un primer viaje que hicieron juntas a Bulgaria en tiempos donde perder la documentación comportaba vérselas con el servicio secreto. “Nos reímos mucho; con ella era fácil”, recordó, antes de afirmar que seguro que ahora su tía estaba con las hadas “si es que alguna vez dejaste de estarlo”.
No podía despedirse Matute sin alguna otra travesura fuera de protocolo, a pesar de que ahí estaban sus familiares (dos de sus hermanos, José Antonio y María Pilar; su hijo Juan Pablo), colegas de la Real Academia Española (Carme Riera, Pere Gimferrer, Francisco Rico), colegas de oficio (Maruja Torres, Eduardo Mendoza), editores (Jorge Herralde; Milena Busquets, hija de Esther Tusquets, que eligió su El saltamontes verde para estrenar su etapa en Lumen; Andreu Teixidor, hijo del poeta fundador de Destino), nutridas representaciones de la Agencia Carmen Balcells, del grupo Planeta y del mundo político (el consejero de Cultura Ferran Mascarell; el expresidente de la Generalitat José Montilla)… Así, nadie pudo dejar de esbozar una inocente sonrisa al despedir el féretro con los acordes de sus queridísimas películas La muerte tenía un precio y el When you wish upon a star de Pinocho.
La nieta, como mandan los cánones, recordaba cómo su abuela le recitaba en los veranos de Sitges cuentos de Andersen, Grimm, Perrault, los que ella a su vez leyó en la infancia; pero también una temporada les contó, “todas las noches y lo hacía muy bien”, fragmentos de un libro de ella que tardaría aun mucho en ver la luz: Olvidado rey Gudú, cuyo grueso manuscrito iba arrastrando con una especie de carrito. “Y el llanto del Rey cayó al Lago,/ y éste creció./ Creció de tal forma/ que anegó la ciudad, / el Reino y el país entero, / hasta más allá de las lindes / donde Gudú había pisado./ Y tanto él como su Reino,/ como cuantos con él vivieron,/ desaparecieron en el Olvido”. Ese fragmento estaba ayer en un recordatorio que, certero, acababa: “Ana María Matute, la niña que nunca quiso crecer y que jamás caerá en el olvido”.
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