Menú de tribu
Una salsa sonrosada se estableció para matizar y acompañar una comida de bocado explosivo
Esa tribu mediterránea creó y mantuvo una salsa propia, un alioli, más que un detalle. Es rojo o tenue rosado, casi del color del vino clarete que cosecharon y tomaron casi todos los de allí —desde niños— en las comidas, rebajado con sifón.
Una botella, el artefacto del líquido rabioso y la jarra de agua de de cisterna, eran motivos del culto en la mesa habitual. Todas las comidas, obviamente bendecidas, eran de tres platos de común.
La salsa casi roja aun aparece una o dos veces al año. Responde a una devoción curiosa. Se prepara para adjetivar un plato excepcional, también propio, que motiva pasiones divididas. Las identidades son diversas, no unánimes.
El alioli tribal, que no mahonesa ni sucedáneo, es autóctono pero a la vez ultramarino aunque tiene las credenciales de uso antiguo. No es, por tanto, novedad, ocurrencia de fusión de un chef actual o de sus agentes comerciales de imagen en red.
En el tiempo de las cerezas se prepara con tomates de ramillete del verano anterior, asados, y con las patatas de Marina, hervidas y poco ajo. Mano, maza, mortero y paciencia. Sin misterio ni secretos. Su rareza no ha sido escrutada en los cánones para nativos insulares con la pulcritud gastronómica.
Los dos vegetales americanos (el tubérculo y la fruta roja), aun con siglos de cultivo europeo, eran ajenos a los fundamentos de tradición antropológica de la cocina mediterránea.
La salsa rosada se estableció para matizar un bocado explosivo: los caracoles fritos, los bovers gigantes. Se fríen (o asan) vivos, aderezados en su paisaje, hinojo y hierbas aromáticas. Quedan marcados por las especies y plantas, sal, limón. Emparentan con los escargots galos pero con aceite y/o manteca en vez de mantequilla.
Ese tumulto de bichos en su cáscara fritos sin salsas —ni caldos— divide en dos bandos a los comensales. Hay quien tiene pasión memorial —gesto tribal— por el oficio y aquellos que sienten fobia o asco, prevención cultural. Los curiosos toman dos o tres piezas para satisfacer al anfitrión y ratificar sus dudas.
Si el alioli vermell tiene materia y origen americanos, esos caracoles fritos tienen conexión francesa, posiblemente. Han sido comida de singularidad habitual en dos localidades con puerto de Mallorca, que establecieron exportación, negocio y migraciones con Francia.
La conexión marítima Mallorca-Sette-Marsella a la vuelta trajo sifones raros, bombas de latón para sulfatar vides, algún libro y enciclopedia francesa, ideas y afiliaciones sindicales agrarias, más explicaciones sobre cómo y qué se comía allá en el continente.
Las reliquias y rarezas del caracol frito y del alioli rojo no son atribuibles. Las recetas de la sala y esos caracoles no figuran en libretas de familias botifarres de Palma (botiflers, borbónicos del XVIII) con lazos de casta y propiedades, menús elitistas, sin huesos ni espinas.
La tradición culinaria tribal no casa con la historia del monje expulsado de Francia por la Revolución. Ese abad trajo alambiques para destilar aguardientes y se mejoraron licores y anisados.
La tribu levantó una ciudad con título real. Un territorio litoral, llano y abrupto de tierra buena y escasa, de secano y buenas vides. Una sociedad que se creyó más que singular buscó ser universal. La ciudad hoy casi vacía está poblada por viejos y ajenos al libro de bautizos de la parroquia.
Al marcar distancias se acentuó la leyenda de raros y soberbios, con deseo de exquisitez. Solo quedan los caracoles fritos y el alioli de color. Y la rasca café con caña propia y los guisantes son estrigassons palabra endémica.
El helado es fresque, sorbete de almendra tostada. Una tarta es gató en todas partes menos allí que es pa moixó. Del cerdo adoran el raro pedaç de bisbe, un músculo. Secan tomates al sol y celebran la versión propia del xuflé (omelette souflé) que hornean en son/sant Salvador tras el arroz indígena de ese Everest.
En la tribu, pongamos por caso, Felanitx, comen queso de oveja frito, no ponen sangre ni anís en los butifarrones, embuten una sobrasada “de Vic” que no es la blanca de Manacor y hacen la ensaimada más roja, de pastó de matanzas. Crearon una tarta soberbia y metafórica. Tenía forma de pescado, un mero grande, y era de merengue, crema inglesa, bizcocho, confitura de melón. Se perdió. Otro ex manjar en el olvido.
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