Patatas para la protesta social
Parados y voluntarios montan huertos en tierras abandonadas de las ciudades para exigir un empleo digno o repartir la producción entre personas sin recursos
No tienen empleo pero trabajan. Usan las manos para transformar la tierra por iniciativa propia sin remuneración económica. Su premio son las lechugas, tomates y ajos que extraen de un labradío a la orilla de la ría ferrolana y que reparten equitativamente entre los cinco socios de una huerta comunitaria que ocupa parte de un gran solar baldío en zona de dominio público marítimo terrestre de la Autoridad Portuaria de Ferrol, con la grúa pórtico de la antigua Astano como telón de fondo.
“Una caja de patatas también es riqueza en una escala que no se valora”, explica André Martínez Ces. Este ferrolano en paro de 35 años, es uno de los cinco hortelanos novatos —Marta, Fátima, Juan y Paco— que se turnan tres días por semana (lunes, miércoles y viernes) para labrar de 17 a 20 horas la huerta comunitaria que comparten en el barrio de Caranza, a tiro de piedra del paseo marítimo que bordea la orilla norte de la ría. De los cinco, sólo Marta tienen trabajo y Paco, el mayor, es pensionista. André trabajaba en el metal y en la marea hasta que la crisis naval lo dejó fuera.
Antes de ser un polígono obrero con unos 11.000 vecinos repartidos en torres y bloques de viviendas, Caranza era una gran huerta hecha a retazos de pequeños minifundios de ribera. Su huerta, explica Ces, es parte de una gran parcela en desuso —unos 5.000 metros cuadrados calcula— con una tierra excelente donde todo se da bien. Por ahora, lo que brota con mejor sabor son las lechugas, tomates, patatas, cebollas, pimientos y ajos, seis ingredientes básicos para cualquier cocina y plato. “Lo repartimos en partes iguales pero para comer todos los días no da aunque ayuda”, admite. Parte de la huerta de Caranza es comunitaria y parte no. Hay otras 10 familias, en paro la mayoría, que cultivan el mismo solar por su cuenta y sin ceñirse a los turnos y horarios que tienen marcados.
“No venimos de tradición labriega. Lo hacemos por necesidad y por compromiso”, se explica Ces. Cuenta que el huerto es una fórmula productiva de protesta social para mostrarle a la Administración que se puede generar empleo arando el suelo público. “Transformamos el terreno sin maquinaria pero no implica que queramos hacerlo gratis. Es el ejemplo para exigir un trabajo con derechos”, matiza André, que integra el Foro Social de Ferrolterra, una asamblea ciudadana muy activa contra los desahucios y recortes en servicios públicos.
Tras dos años plantando plácidamente sus esquejes y cogollos en Caranza sin que ningún poder público les chistase, el Puerto les envió este mes a una patrulla de la policía portuaria para tomar nota justo después de que su huerto reivindicativo saliera en prensa. La asociación de vecinos de Caranza también se ha quejado y pide que se regulen estas huertas por miedo a que se extienda la moda de ocupar tierras públicas. “Legalmente, pueden tener razón pero no se tratar de quitar nada. Es aprovechar lo público y está abierto a todos”, replica Ces.
Esa especie de comuna hortícola de Caranza no es el único ejemplo que hay en la urbe para sacar provecho a la tierra baldía. En Canido, hace años que unos vecinos que se hacen llamar los mapuches se pusieron a labrar las fincas urbanas condenadas al barbecho eterno por el abandono de sus dueños legítimos en la falda del monte que cae desde el barrio alto de Ferrol hacia la ensenada de A Malata.
Con distinto objetivo trabajan la tierra en la parroquia de San Antonio de Padua, en Lugo. El cura, Alberto Leiva Torreiro, abandera desde abril la plantación de patatas para rellenar la despensa de docenas de familias en apuros que recurren a la beneficencia parroquial para comer. Se trata de generar recursos para la solidaridad y ser útiles contra la pobreza, resumen. La finca la cedió un feligrés y el trabajo es voluntario. “Intentamos integrar la ayuda prestada con el compromiso de quien la recibe”, explican desde la parroquia, que pesigue “generar recursos para la solidaridad y ser útiles contra la pobreza”, con una oferta de labranza que abren a cualquiera que quiera poner su granito de arena para remover la tierra.
En Santa Marta, en Conxo, a las afueras de Santiago, otros 10 vecinos se turnan en el cultivo de una docena de bancales de una huerta que comparten en tierras del Ayuntamiento. Ramón González Paz, coordinador de la Asociación Galega de Horticultura Urbana (AGHU), calcula que esta huerta ocupa unos 300 metros cuadrados en un solar de 5.000, que viene a ser un 6% de un terreno desaprovechado. Tienen casi de todo lo que se puede plantar en primavera y un pequeño jardín para las hierbas aromáticas que reparten entre ellos. El modelo libre y autogestionado de la huerta de Conxo es muy distinto del oficial que el propio Ayuntamiento compostelano tutela en Belvís, cediendo pequeñas parcelas de cultivo a los vecinos que las solicitan, similar a lo que hace la Diputación de Lugo junto al río Rato, o el consistorio de Vigo en el barrio de Lavadores.
“No es que los vecinos de Conxo que quieran estar en rebeldía al margen de la legalidad pero pasaron a la acción cuando el Ayuntamiento no les dio permiso”, explica la AGHU. Esta asociación que concentra a los horticultores urbanos cuenta con 200 socios y medio millar de simpatizantes en Galicia. “Para muchos, ponerse a cultivar es una afición que viene y va por oleadas”, dice Paz, que señala al huerto urbano de Fontáns (Vigo), como uno de los ejemplos mejor organizados, con 2.200 metros cuadrados sembrados de nabizas, lechugas y brecol donde los veteranos de la siembra ilustran a los vecinos debutantes en la cuestión hortelana.
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