La CRUE y las verdades del barquero
Volver al presupuesto universitario anterior significaría mucho más, fundamentalmente que la sociedad española no es una selva
Recientemente, las universidades leyeron un documento en el que se reclamaba al ministro Wert que retorne los presupuestos a las condiciones económicas previas a su toma de posesión. Mira qué guapos, pensará el ciudadano común y corriente: lo mismo podrían decir los taxistas y los fresadores y los camareros y los administrativos y… ¡Paren el carro! No es lo mismo. Y como la CRUE (o sea los rectores) no puede dejar de tener un tono institucional bastante plomo, me van a permitir que les explique en román paladino por qué piden lo que piden. Volver al presupuesto anterior no solo significaría que los profesores cobrarían lo de antes y que se readmitiría a los que han echado, que los laboratorios volverían a funcionar o que podríamos pagar a los proveedores.
Los docentes podemos seguir con los haberes congelados, pues sabemos que (casi) todos nuestros conciudadanos se están apretando el cinturón o, peor aún, que ya no les quedan ojales para estrecharlo. Los proveedores están al borde de la quiebra, pero la culpa la tienen todas las administraciones y organismos públicos. Los laboratorios, ¿acaso alguien recuerda qué era eso en este país troglodita? Volver al presupuesto universitario anterior significaría mucho más, fundamentalmente que la sociedad española no es una selva, que las personas pueden construirse un proyecto de futuro y que no necesitan ni suicidarse ni hacer la revolución ni emigrar, que son las opciones que los estudiantes se plantean alternativamente en su cabeza, en las asambleas y en la realidad.
Miren, no se trata de ocultar que en los días de vino y rosas de los gobiernos anteriores se hicieron tonterías. La más sangrante fue confundir las necesidades de la sociedad española con los derechos de los ciudadanos. A ver si nos entendemos: todos los españoles no tienen derecho a ser médicos, ingenieros o economistas. Una interpretación sesgada de la Constitución llevó a los poderes públicos a practicar una doble política de buenas becas y bajas matrículas que facilitaba los estudios superiores a cualquier españolito que hubiese terminado la secundaria.
La consecuencia fue que el nivel bajó considerablemente, que se licenciaron muchos más estudiantes de los necesarios y que, aparte de malbaratar los recursos públicos, miles de jóvenes se quedaron frustrados entregándose a la bebida (eso que llaman botellón ha acabado siendo una enfermedad) o a la melancolía. España, un país de unos cuarenta y seis millones de habitantes, necesita X médicos, Y economistas, Z ingenieros. Ni más ni menos. Estos son los que el sistema debe garantizar, teniendo presentes las tasas de reposición y las previsibles fluctuaciones de la economía y de la población. Por eso siempre ha chirriado el hecho de que nuestro porcentaje de estudiantes universitarios en relación con el conjunto de los habitantes fuera mayor que el de los países punteros de la UE.
Pero con esto no está dicho todo. Esos X médicos, Y economistas y Z ingenieros deben ser los mejores. Por el interés del país, pero también por estricta justicia social. Y adviértase: los mejores es una cualidad absoluta, no se trata de los mejores de entre los becarios y además los que puedan pagarse los estudios, se trata de los mejores sin más. Al no limitarse el número de plazas y proliferar cancerígeramente las universidades públicas y, sobre todo, las privadas, se llegó a la siguiente situación: entre los alumnos procedentes de las clases desfavorecidas se garantizaba mediante becas que pudiesen obtener un título universitario las lumbreras salidas de las mismas, al tiempo que el sistema y la costumbre facilitaban que los alumnos procedentes de las clases acomodadas obtuvieran un título universitario de manera automática, pues cuando su nivel de inteligencia o su capacidad de trabajo no llegaban para alcanzar los baremos de la pública, siempre había una privada (algunas, excelentes, otras, verdaderos chiringuitos) dispuesta a vender más o menos indisimuladamente un título. Luego llegarían las vacas flacas, el tío Paco nos trajo las rebajas de la UE y las becas redujeron su cuantía. Pero el ministro Wert, el padre de esta medida, no ha creado el monstruo, digamos que se ha limitado a romper el huevo de la serpiente que se venía incubando tiempo atrás.
¿Quién le pone el cascabel al gato? Si Wert no fuese un representante de la oligarquía dominante, uno estaría tentado de conceder a este hombre desagradable y agresivo el beneficio de la duda. Porque para romper el nudo gordiano que nos ahoga hace falta alguien así, alguien que imponga un estricto numerus clausus a las pruebas de acceso, convertidas en una broma, alguien que no establezca requisitos legislativos diferentes para la pública y para la privada, alguien que sea capaz de sacar adelante un procedimiento de selección y promoción del profesorado que no sea ni clientelar ni ombliguista. Ese alguien se tendría que enfrentar a cara de perro con las autonomías y con la iglesia, pero no por dejar de respetar las peculiaridades lingüísticas y culturales o las opciones ideológicas, como ha sucedido hasta ahora, sino porque no se puede tolerar que un profesor se jubile en la universidad en la que hizo sus estudios o que un estudiante haya cumplido con vegetar cuatro años y pegarse un atracón de memoria (o una copiada) al final de cada curso. En Alemania, en Francia, en Gran Bretaña, en Italia, en Rusia, en Finlandia, en Portugal…, algo así no se toleraría: no veo por qué tenemos que seguir siendo el enfermo de Europa. Esto es lo que en realidad quería decir el documento de la CRUE.
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