Distinto y distante
Hay comparaciones que las carga el diablo; el referéndum de Crimea causa ahora incomodidad en el soberanismo catalán
Un cierto tipo de independentista responde al modelo de Zelig, aquel famoso personaje de la película del mismo título de Woody Allen capaz de mimetizarse con el medio en el que en cada momento se encontraba. Hace poco más de dos décadas, nuestros zeligs parecían todos lituanos. Al poco, lo croata ejerció poderoso influjo sobre ellos, aunque la cosa no duró mucho porque empezaron a pintar bastos enseguida. Casi de inmediato descubrieron su pasión por el Quebec, y ahora que la vía québécoise parece muerta, andan entusiasmados probándose el kilt escocés.
A mediados del pasado mes de febrero, el Departamento de Presidencia de la Generalitat pareció dar con un nuevo referente en el lejano este europeo. El hallazgo duró poco y sus descubridores salieron un tanto escaldados del mismo cuando los muertos empezaron a alfombrar las calles de Kiev. Y es que hay comparaciones que las carga el diablo. La cosa no ha hecho sino empeorar desde entonces, para Ucrania (sobre todo y por desgracia) y para el estado mayor del proceso.
Para acabar de arreglarlo, solo ha faltado la decisión del Parlamento de Crimea de segregarse de Ucrania e incorporar (reincorporar no sería tampoco una palabra inadecuada) el territorio a Rusia, previo paso por una consulta a la población que debe celebrarse de forma perentoria en menos de dos semanas. Todo este asunto ha pillado descolocados a quienes en Cataluña impulsan la consulta del próximo noviembre. Lo mostró perfectamente este pasado jueves Pilar Rahola, quien, ante un Josep Cuní que parecía estar divirtiéndose con la situación, no acertaba a articular un discurso coherente sobre la cuestión y se limitaba a decir que aquello era algo muy diferente a lo que pasaba en Cataluña, pero que sobre lo del derecho a decidir de los crimeos, la verdad, no tenía las cosas claras.
Otros columnistas orgánicos del secesionismo han salido en tromba a destacar las enormes diferencias entre el caso de Crimea y el de Cataluña. Solo les ha faltado invocar lo que en memorable ocasión pronunció en las Cortes el olvidado presidente Calvo Sotelo: se trata de un asunto distinto y distante.
Otros columnistas orgánicos del secesionismo han salido en tromba a destacar las enormes diferencias entre el caso de Crimea y el de Cataluña.
Y a fe que lo es. Como lo son los casos de Lituania, Quebec o Escocia. Lo que pasa es que aquí lo de las diferencias y las similitudes se invoca selectivamente. Y esta vez parece que no toca. En fin, Rahola no lo tiene claro, pero Margallo sí. Y vaya si se ha lanzado a calzón quitado a aprovechar el regalo que Putin le ha hecho. En las teorías de la conspiración a las que son tan aficionados nuestros secesionistas, no tardaremos en encontrar la que sostenga que, en el fondo, el presidente ruso es un agente del CNI, que ya se sabe que está por todas partes y no descansa en su afán por hacer descarrilar el proceso catalán.
Efectivamente, Crimea y Cataluña se parecen en que el nombre de las dos empieza por c y en que, en un sentido amplio, están bañadas por las aguas de ese gran lago interior que es el Mediterráneo y su prolongación, el Mar Negro. Pero lo que cuenta aquí, y me temo que es lo que todo el mundo con dos dedos de frente ha registrado, es la posición que ha adoptado eso que se suele llamar la comunidad internacional, y que abusivamente se identifica con los Estados Unidos y la Unión Europea.
Y lo que se ha dejado meridianamente claro, además de la condena de la intervención rusa, es que la decisión del Parlamento de Crimea es ilegal porque viola la Constitución ucraniana y la integridad territorial del país. El dudosamente legítimo Gobierno de Ucrania, a su vez, ha anunciado la disolución del Parlamento rebelde y la detención del presidente de facto de la república autónoma. Nadie le ha dicho que se estuviese extralimitando en sus funciones.
Volvamos a casa. Ayer mismo, en declaraciones a RAC-1, el president Mas reiteró que no convocará una consulta ilegal. De su intervención se podía deducir —y así lo hicieron todos los comentaristas que estaban presentes en la tertulia que siguió a la entrevista— que estamos abocados a unas elecciones plebiscitarias. Dejemos para otro momento el comentario sobre lo que cabe entender por ese tipo de elecciones. Lo que importa ahora es su finalidad. Y la única posible sería la de, suponiendo una mayoría secesionista en el nuevo Parlament, proceder a una declaración unilateral de independencia.
Salvo para los más enloquecidos, una decisión de ese tipo, que violaría claramente la Constitución y la integridad territorial españolas, solo tiene sentido si se espera poder contar con la comprensión y un rápido reconocimiento de la comunidad internacional. Sumen dos y dos. Claro que a lo mejor la crisis de Crimea sí que ha cambiado algo: quizás una Cataluña unilateralmente independiente pudiera contar con el reconocimiento de Rusia, vigente campeona del derecho a decidir (cuando le conviene). Pero ¿no habíamos quedado en que Putin era agente del CNI?
Francisco Morente es profesor de Historia Contemporánea en la UAB
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