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Resistencia obrera con agua y café

Empleados de la cafetería de la estación de autobuses en Santiago sostienen el negocio con donativos para evitar el cierre tras la marcha de la empresa

Cafetería de la estación de autobuses de Santiago
Cafetería de la estación de autobuses de SantiagoÓSCAR CORRAL

— Café con leche y cortado. ¿Cuánto es?

— La voluntad, puede echar unas monedas en el bote solidario.

Sonia e Isabel depositan 2,80 euros en el bote de cristal y marchan a sus “recados en la Xunta”. Así son las cosas desde el 11 de febrero en la cafetería de la estación de autobuses de Santiago. Las consumiciones no tienen precio, se intercambian por donativos. El establecimiento sigue abierto porque sus seis trabajadores se resisten a perder el empleo y de paso mantienen el servicio a los viajeros. Oficialmente solo se sirve agua y café, aunque si un cliente pide una infusión o un refresco y lo hay, “también se le ofrece”. No quedan bocadillos, el exprimidor de naranjas está aparcado y la bollería no llega cada mañana. En la estantería las botellas de alcohol no se tocan. Un cartel avisa: “Cafetería cerrada por el Ayuntamiento y abierta por los trabajadores en defensa de los puestos de trabajo, ¡café gratis!”.

El conflicto es algo más complejo que el pasquín del sindicato CIG: tiene que ver con una concesión administrativa de la empresa municipal (Tussa), que gestiona el transporte público en Santiago, para explotar el local. Al último concurso a finales del año pasado solo se presentó la actual adjudicataria, Santiago Dos, que atiende el bar desde 1993, en plena explosión del Xacobeo. Tras hacer cuentas —sus propietarios aseguran que el nuevo contrato les obliga a hacer una inversión de 150.000 euros, lo que sumado al alquiler daría unos gastos de 4.000 euros mensuales solo en instalaciones— renunció. Así que la cafetería se abocó al cierre la segunda semana de febrero. El gobierno local, en manos del PP, estaba listo para arreglar el problema con unas máquinas expendedoras al final del pasillo para surtir de café, refrescos, chocolatinas o sandwiches a los viajeros.

El cocinero y los cinco camareros —que acumulan décadas tras la barra— se conjuraron para evitarlo. Desde entonces, montan turnos mañana, tarde y noche e idearon la caja de resistencia. Con lo que sacan en donaciones por café y agua, van al súper a comprar más mercancía para seguir aguantando. Esa media docena de compañeros —más unidos ahora que en tiempos de bonanza— previene así una maniobra para hacerle perder sus derechos: si la cafetería permaneciese cerrada meses, el ganador de otro hipotético concurso podría bordear la ley para no subrogar al personal. Lo contrario sería aceptar el paro —formalmente no han sido despedidos, pero ya no cobran ni cotizan a la Seguridad Social— y un horizonte negro para trabajadores de hostelería que rozan la cincuentena (por abajo o por arriba).

“¿Cómo va a ser lo mismo un sándwich envuelto en plástico que un bocadillo de calamares recién hecho?”, se pregunta Antonio, con 20 años de experiencia en el mostrador. Ha visto desfilar decenas de miles (en la carta aún figuran a 3,10 euros) en manos de peregrinos y excursionistas. En la parada algunos taxistas apoyan la reivindicación, temerosos de que una de esas cadenas de aeropuertos reemplace el servicio “y los precios” de toda la vida.

Teresa, 75 años, vecina de A Peregrina (un barrio a las afueras) acaba de llegar y no entiende nada. Viene con su marido Eduardo en autobús para “gobernar la vida en Santiago”. Pide un café grande y un descafeinado. Cuando se le explica el conflicto, resuelve entregar tres euros por las consumiciones. “Tampoco quiero que pierdan conmigo… Así que es cosa del Ayuntamiento... de esos prefiero no hablar”.

En la mesa contigua, Verónica —estudiante de Física que vuelve el fin de semana a Cabana de Bergantiños— deja otros tres euros a cambio de un café con leche grande. “No soy habitual pero si voy con tiempo y hay cafetería, paro; si veo una máquina, me espero a llegar a casa. Sustituir personas por expendedoras es a lo que nos empujan, pero para eso que no cuenten conmigo".

Pablo, universitario también,ha agotado la semana de clases en Medicina y retorna a Vigo. Remueve el café con leche, pequeño con azúcar, ante una revista de lucha obrera. Ha introducido una moneda de dos euros en el bote. “No estoy pagando el café, apoyo una causa. Como cliente puede resultar hasta más fácil coger la Coca Cola en la máquina dándole a un botón, pero un ciudadano debe preferir que le atienda otra persona. Ciertas comodidades no pueden echar abajo tus principios”. Alejandro, estudiante de Historia, se queja: “La patronal solo quiere maximizar beneficios y ya ni hay diferencias entre el sector privado y una empresa pública”. No todas las reflexiones llegan tan lejos. Emilio, cocinero aquí desde 2001, se pregunta: ¿ Cómo no va a tener cafetería la estación de autobuses de la capital de Galicia”.

De la docena de clientes que se han acercado al mostrador en un par de horas, ninguno se ha ido sin pagar. Los empleados cuentan que es lo habitual, que están sintiendo el respaldo de mucha gente. A mediodía en la cocina cortan fiambre y empanada y descorchan unas botellas de albariño. Un agradecimiento a clientes, familiares, amigos y sindicalistas que hasta se quedan a dormir con ellos por si llegase la orden de desahucio. Celebran además —aunque con la boca muy pequeña— una primera victoria que no se acaban de creer. En el pleno municipal del pasado jueves, el concejal Luis Bello prometió una solución para que la empresa y sus empleados mantengan el servicio. Los trabajadores quieren verlo por escrito pero empiezan a sonreír. Mientras no haya papeles, seguirán usando la recaudación (unos cien euros diarios) para comprar más café y agua con los que mantener su lucha. También dejan cuatro periódicos sobre la barra para que los viajeros puedan informarse. Los de estos días hablan de la recuperación económica y el Cabo de Hornos.

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