Calatrava y los iconos rotos
El arquitecto está lejos de hacer la más mínima autocrítica, aunque solo consista en preguntarse por qué se ha portado tan mal con su ciudad natal
Propongo que la dejen así. Desprovista de su alicatado de trencadís, la cubierta del Palau de les Arts, con su oscuro y herrumbroso caparazón de metal, confiere al edificio un aire de sinceridad estructural del que carecía. Su aspecto taciturno puede servir, además, para hallar un nuevo motivo de inspiración urbana que, alejado del blanco improbable a lo "guerra de las galaxias", señale el momento en que se hizo visible la impostura de una época. Un símbolo, al fin, de una sociedad posindustrial que ha dejado varados los huesos del festín, los restos oxidados de una orgía de derroche político y desmesura social.
Ese muestrario de cacharrería arquitectónica que es la Ciudad de las Artes y las Ciencias, desde el modesto y legible Hemisfèric inicial hasta la absurda y gratuita Ágora final, permite recorrer el trayecto que, de la mano de su inventiva juguetona, "oscura y kitsch", llevó a Santiago Calatrava, como ya destacó en 2007 Deyan Sudjic en su libro La arquitectura del poder, a "renunciar a diseñar edificios para concentrarse en la producción de iconos". Dijo el crítico entonces que "su teatro de la ópera de Valencia parece el esqueleto blanqueado de una criatura marina prehistórica inflado a gran escala". Y añadió: "Calatrava puede considerarse el mayor beneficiario o la principal víctima de la repentina manía por la construcción de iconos. Empezó su carrera proyectando estructuras hermosamente diseñadas con una gran economía de medios. Pero sus clientes, cada vez más ambiciosos, lo condenaron a repetirse".
Fue una víctima, sí, y también un beneficiario extraordinariamente bien pagado, pero víctima al fin. "Al examinar de cerca sus dibujos de lo que a primera vista podría parecer una propuesta para inflar una langosta a tamaño rascacielos y construirla con hormigón reforzado, se verá una etiqueta muy útil y descriptiva: por ejemplo, ´teatro de la ópera", escribió Deyan Sudjic, cuya reflexión se mueve entre el sarcasmo y la conmiseración. "Calatrava es un fuera de serie y todo el mundo sabe que es ingeniero además de arquitecto, una combinación que le ha permitido hacer ver que su obra esconde una lógica interna, lo que le da la excusa para lo que, de lo contrario, podría quedar como un exhibicionismo descarado". El arquitecto valenciano, pues, debería enfocar su frustración hacia quienes le indujeron a convertirse en "un Gaudí prefabricado sacado a metros de un tubo de pasta de dientes" y no hacia quienes exhiben las vergüenzas públicas de una trayectoria de descrédito y exageración, en la que el propio autor se ha caricaturizado a sí mismo, ebrio de éxito y ahíto de remuneración.
La denuncia presentada en un juzgado de Valencia por supuesto atentado a su honor contra la página web que Esquerra Unida ha dedicado a criticar los costes, los sobrecostes, las irregularidades y los errores de sus proyectos valencianos revela que Calatrava está lejos de hacer la más mínima autocrítica, aunque solo consista en preguntarse por qué se ha portado tan mal con su ciudad natal. Cerca de cien millones de euros ha cobrado en honorarios por acumular en el viejo cauce del Turia ese montón de trastos en que se ha convertido el empeño de reunir una colección de iconos fallidos, en los que se nota a faltar cada vez más aquella cualidad exigible al buen profesional: que lo que se dibuja se convierta en arquitectura, no solo en un artefacto descomunal. Claro que sus "clientes" tienen más responsabilidad. Hablo del expresidente Francisco Camps y sus cómplices necesarios en la operación. Como Nursultan Nazarbayev, presidente de Kazajistán, Camps ha destinado casi 500 millones a un teatro de la ópera que le hiciera pasar a la historia. Y en la historia está.
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