Calamares de etiqueta
Los ‘de potera’ tienen identidad y precio propios porque son capturados uno a uno, en una pesca selectiva, a mano, sin ningún tipo de opresión
Los vulgares son los mejores calamares, los apellidados de potera, linaje y marca genéricos para unas criaturas de etiqueta. El precio y rango culinario están anclados en el mercado y la tradición.
Son de culto aunque no escasos en capturas ni esporádicos de temporada breve, como el raor o el jonquillo, otros mitos del mar local, pasiones razonables aun con dosis de desmesura.
La pesca dispar y errática de esa especie sabrosa y diferente (loligo vulgaris), al alba y prima, en la ruptura de la luz y el día sobre el mar, así como una preparación fácil, cautiva a pescadores y consumidores. En la realidad comercial, existen predicadores que en sus ultracaros negocios de comida marinera montan un circo de gestos y verbos, una fantasía al presentar al calamar en su plato.
En la cocina de no intervención, sale desnudo y cobrizo tipo poco frito asado en solitario en sartén o plancha. Se parte, desguaza y corta en dados o aros; la tinta enluta el plato, enmascara y ennoblece los espléndidos dados de su carne. ¡Ah, las piernas!
Son apreciados por su color, textura y sabor, distintos a los de sus parientes
Se exageran sus cualidades que le distinguen del resto, de los otros. Hay una pulsión misteriosa que suscita el hallazgo bajo el mar —y en la mesa— de un tesoro gastronómico, que agoniza solo, lentamente en la barca. Pero son apreciados por distintos a sus parientes en presencia y color, básicamente por textura y sabor. Los casi hermanos, de la especie común (logilo forbesi) son más pálidos porque habitan a más profundidad.
Los menos caros llegan magullados por las redes que aprietan un tumulto de peces, piedras y restos. Van horas en la panza llena del bou, arrastrados por el fondo. Tienen más amonio en su carne que los de potera para poder flotar a más presión en el fondo y esa química natural marca el bocado con otro sabor.
Los calamarines, casi sin esa aleación en su cuerpo, saben mejor y son más apreciados. En el plato todos son interesantes, por su manto de carne, brazos y tentáculos —xiquerins—. Los guisos barrocos y de verdura son un triunfo, así en arroz, fritura desnuda, en rebozo... Es finísimo el redundante calamar relleno de sí mismo, o de carne o embutido de sobrasada, a la brasa.
Los calamares de potera tienen identidad y precio propios porque son capturados uno a uno, en una pesca selectiva, a mano, sin opresión. En aguas poco profundas, cerca de tierra, con un cebo de engaño que se llama potera. La trampa-verdugo atrapó también, pues, su nombre popular. (Exista mucha pesca menor comercial con redes de cerco, pelágicas y a l’encesa, con la blanca luz artificial que motea fija la noche).
Nocturno y activo, tiene cerebro y llega a reconocer a quien le da de comer
El artilugio potera de captura es sagrado para el pescador, adornado de ritos y secretos. Es un plomo redondo con perfil de pescadito, cubierto de hilo blanco y que acaba en círculo de agujas fijas vueltas, en punta, sin barba de anzuelo. Ahora se decora el sedal con utensilios de colorines americanos, el polinesio. Antes, el último tramo del aparejo era un pelo de bestia, fuerte, fino e invisible.
El calamar, en los hitos de la dudosa luz, se mueve entre el letargo y la lentitud. Es nocturno e hiperactivo. Cae en el engaño, se abraza al falso bicho de hilo y agujas. A veces pierde un tentáculo y sobrevive con merma en su capacidad de depredar: come menos. Vive hasta un año; los machos crecen y sobreviven más y las hembras reproductoras fenecen antes, extenuadas. Muy capturado (115 toneladas, más otro 30% por los recreativos), su población no merma en Baleares.
El biólogo Miguel Cabanellas, del Imedea de Esporles, lo explica bien, sabe mucho de esos calamares. No los come; y no por cariño sobrevenido sino porque, tras abrir y examinar unos 1.200, siente repulsión al olor.
En acuarios viven hasta 15/20 días y luego perecen. Tienen grandes ojos y cerebro. Cabañellas llegó a ser reconocido por los que tenía porque les daba de comer; se alteraban con extraños. Con emisores incrustados espió sus costumbres y movimientos: recorrían dos kilómetros en una hora. Acuden a las luces de la costa, al placton y a crías, que tritura su boca de pico de loro.
Los calamares vuelan, también, ahí cerca, en el Mediterráneo. Flotan en el aire cerca del mar, navegan como torpedos. Surgen del agua a propulsión a chorro de su sifón, abren sus alerones traseros y navegan de cola unos metros. Las patas y tentáculos, el timón trasero, es una decoración en corona. Y tienen tres corazones.
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