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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Este tema ya huele

¿Se imaginan lo curioso que quedaría en un diccionario de la lengua publicado en Bogotá que dijese: “Español: lengua hablada en Colombia”?

¿Que de qué voy a hablar hoy?: de la Acadèmia, claro. ¿Acaso podría hablar de otra cosa? Al fin y al cabo de los opinadores que nos sucedemos en esta columna el que lleva 40 años al pie del cañón de la filología es un servidor y da muy mala gana saber que al final vas a tener que salir a la palestra para decir lo obvio: que el valenciano es la misma lengua que el catalán, como el día sigue a la noche. Lo siento, señores del Consell (no todos y, tal vez, ni siquiera la mayoría): así es la vida y hay cosas que no se pueden cambiar ni con leyes ni con sesudos estudios ni con dinero. Pero les voy a ahorrar el habitual alegato de que están haciendo el ridículo —¡y cómo!—, me limitaré a explicarles la diferencia entre la definición lexicográfica de un idioma y su estatuto legal con un ejemplo sencillito, para que me entiendan.

Cuando salieron en tromba nuestros sedicentes filólogos de guardia criticando el Diccionari Normatiu Valencià (DNV) decidí tomármelo con calma. Llevo dos semanas consultándolo en línea y puedo asegurarles que es un trabajo admirable, del que Sanchis Guarner y el pare Fullana se sentirían orgullosos. Los académicos “desleales” han conseguido lo que en muchos países hispanoamericanos todavía les parece un sueño: que su lengua (en este caso, la española) se recoja en un diccionario, pero no en calidad de voces dialectales, sino de lengua total. A ver si me explico. Lo que se llama diccionarios de hondureñismos o de cubanismos son meros glosarios de voces pintorescas (nombres de aves, frutos, comidas…) que se conciben como añadidos al diccionario de la RAE. Tan solo Méjico ha visto nacer un diccionario de uso, el de Luis Fernando Lara, en el que se recoge todo el español de sus más de 100 millones de hablantes. Pues en el DNV lo mismo: desde que existe, el valenciano ha dejado de ser académicamente una lista de voces rurales y ahora tiene entidad propia. Para eso se creó la AVL, para dignificarlo, y se hizo a instancias del PP: del de Zaplana, claro, que no era tan cerrado de mollera como sus sucesores.

Un Gobierno sensato lo celebraría como se merece, pero ya ven. Se defienden diciendo que esto no es lo que se discute, sino la definición del idioma, la cual no se “acomoda” al Estatut d’Autonomia y es una “extravagancia”, según un dictamen del Consell Jurídic Consultiu. Pues señores de este misterioso organismo monocolor que tan fino quiere hilar: yo me lo pensaría porque extravagante es lo que vaga fuera de lo común y en este dictamen han tocado ustedes el violón a modo. Sostienen que la definición no se limita a afirmar que el valenciano se habla en la Comunidad Valenciana. Pues claro. Su gloria estriba en que es bastante más que una lengua de pueblo, útil para llibrets de falla y chistes subidos de tono. ¿Se imaginan lo curioso que quedaría en un diccionario de la lengua publicado en Bogotá que dijese: “Español: lengua hablada en Colombia”? Sin embargo, la constitución colombiana afirma que el español es la lengua nacional sin mencionar para nada a los demás países hispanohablantes. Y es que la definición de una lengua en el diccionario es una cosa (consulten la de español en el DRAE, si no me creen) y su caracterización legal, otra bien diferente. En fin, no sigo porque todo esto lo saben de sobra. El problema es que hay elecciones y parece que pintan bastos… ¿No han tenido bastante con arruinarnos, también quieren quitarnos la autoestima?

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