Darwinismo laboral
Bajo el discurso de la necesidad de adaptarse a los cambios hay una estrategia que busca la sumisión y la renuncia
Acaban de cumplirse dos años desde que entró en vigor la reforma laboral. El balance no puede ser más frustrante: ninguno de los objetivos con los que se justificó se ha cumplido. No solo no se han creado los puestos de trabajo anunciados, sino que se han destruido más de 600.000, el mercado laboral no es hoy menos dual sino más precario y peor pagado, y entre los nuevos contratos, los indefinidos son cada vez menos y los temporales cada vez más. Ahora se nos dice que sin la reforma hubiera sido peor.
Los dos grandes instigadores de este brutal retroceso, el FMI y la Comisión Europea, no paran de insistir en que el mercado de trabajo debe flexibilizarse todavía más. La siguiente andanada a los derechos laborales se centrará en los contratos de trabajo. Desde luego hay una forma rápida de acabar con la dualidad del mercado laboral: crear un único contrato de trabajo igual para todos. Igual de precario, claro está, y sin cargas sociales. Así se acabarán los privilegios laborales y las empresas podrán por fin ganar competitividad. Oiremos este tipo de argumentos. Forman parte de un discurso que pretende presentar los derechos laborales y las conquistas sociales como privilegios insoportables, como rémoras de un pasado a superar.
La realidad evoluciona bajo un mar de palabras engañosas destinadas a incidir sobre ella. No es casualidad que justo cuando más deprimida está la economía y menos posibilidades tienen los jóvenes de encontrar trabajo, el discurso se llene de encendidas apelaciones al espíritu emprendedor. A veces en términos perentorios: solo los emprendedores saldrán adelante. Y su reverso: si fracasas es porque no te has esforzado ni arriesgado lo suficiente. Se entiende por emprendedor alguien que es capaz de innovar, de abrir caminos, de tener ideas nuevas y materializarlas. Los hay, desde luego, que responden a este perfil, y la sociedad los necesita, pero sin capital propio, ¿quién puede emprender, con qué dinero? ¿Dónde está el crédito, dónde la financiación?
Necesitamos perfiles emprendedores, pero no son tantos y tampoco podemos pretender que todos los jóvenes que llegan al mercado laboral vayan a serlo. ¿De qué estamos hablando pues? En realidad, estamos hablando de autoempleo. De buscarse la vida. Lo que se les está diciendo a los jóvenes es que se lo monten, que se apañen como puedan, que se hagan autónomos, porque por cuenta ajena, pocas posibilidades tienen de encontrar trabajo.
El discurso es coherente con los cambios que se están produciendo en la estructura económica. En los últimos 20 años la mayoría de las empresas han emprendido la externalización de parte de sus procesos productivos. Primero se externalizaron servicios completos a empresas especializadas y ahora se externalizan, uno a uno, puestos de trabajo. En realidad, lo que hacen es librarse de las cargas sociales. Podrás continuar trabajando para nosotros, pero como autónomo. Emprendedores a la fuerza.
Forma parte de las funciones del discurso hacer aparecer como aceptable, e incluso deseable, como una elección, lo que en realidad es una imposición. Mientras se argumenta que solo los muy preparados tendrán opciones y proliferan las ofertas de cursos y másteres, lo que ocurre en la realidad es que muchos jóvenes altamente cualificados rebajan su currículo para poder tener opciones a puestos de menor categoría; y muchos estudianes que podrían haberse licenciado, prolongan artificialmente los estudios para poder acceder a puestos en prácticas. Y así es como los comedores escolares de este país tienen el insólito privilegio de ser atendidos por monitores que son arquitectos o abogados. El discurso nos dice también que es bueno salir a trabajar al extranjero. Por supuesto que lo es, siempre que sea por libre decisión y para mejorar en la profesión elegida. Pero la realidad es que muchos van a hacer de camarero.
Se está produciendo un cambio en el ecosistema en las relaciones laborales y, como en todo proceso de selección darwinista, una forma de sobrevivir en condiciones cambiantes adversas es desarrollar conductas adaptativas. Algunas pueden ser positivas. Otras no tanto. Si los empresarios son incapaces de valorar la importancia de tener un buen capital humano, estable y cohesionado, y tratan a sus empleados como calcetines de quita y pon, como pañuelos de usar y tirar, no deben extrañarse si sus empleados muestran un escaso compromiso. Si les pueden despedir cuando quieran sin coste alguno, si de todos modos les van a echar, ¿para qué implicarse? No deja de ser una respuesta adaptativa.
Pero más allá de estos “efectos secundarios” no deseados, lo que persigue el discurso que tanto apela a la necesidad de adaptarse a los nuevos requerimientos de la economía globalizada, es promover una respuesta adaptativa de sumisión, de renuncia a los sistemas de protección colectiva que nos amparan frente a las adversidades de la vida. Parece difícil que un propósito de esta naturaleza pueda prosperar, y sin embargo avanza. ¿Como es posible? Porque, por debajo de una idea en principio positiva y bienintencionada —la necesidad de adaptarse a los cambios— lo que hay es una realidad que fomenta el miedo y la inseguridad. Si este discurso se acaba imponiendo, las nuevas generaciones acabarán viéndole ventajas a eso de trabajar por cuenta propia, de no tener horario (ni salario) fijo, a vivir a salto de mata. Y puede que algún día la condición de "autónomo dependiente" llegue a ser presentado también como un privilegio, una rémora del pasado a superar. Como ahora el contrato indefinido con indemnización por despido.
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