‘Grasabares’ con futuro
Los viejos locales de oferta gastronómica castiza no están condenados a la desaparición En la capital hay quien, conservando la esencia, se ha lanzado a darles continuidad
—¡Joveeeeeen! ¿Qué le pongo?
Es la eficacia y simpatía del camarero castizo madrileño, ese que, nada más entrar por la puerta del bar, ya te está atendiendo a gritos. Suelen ser talluditos y llevar chaquetilla o chaleco, están apostados tras las barras metálicas de los bares tradicionales. Los llaman, con una mezcla de retranca y cariño, “bares de viejos”, grasabares o “bares Paco”, pero lo cierto es que, tal vez al calor de la crisis, no les faltan clientes de toda edad y condición. Dan mucho (desayunos, comidas y cenas, infusiones y brandy, periódico y fútbol), por poco (suelen tener buenos precios). Pero además, ahora, muchos de estos locales son reconvertidos por jóvenes emprendedores en algo diferente. Basta cambiar las lámparas, pintar alguna pared o poner algún adorno (manteniendo la sempiterna barra metálica, el mobiliario con solera o los azulejos del suelo), para que estos bares de toda la vida adopten un marchamo vintage (esa forma cool de llamar a lo viejuno que parece moderno) y atraigan a una renovada clientela, más contemporánea, sin perder a toda la antigua parroquia. Muchos de ellos están en la zona de Lavapiés / Antón Martín (aunque tal vez encuentren alguno fuera de estas fronteras) y detrás de sus barras ahora hay gente de nuestro tiempo.
Bodegas pioneras. En los años cincuenta, Bodegas Máximo era uno de los bares más modernos de Lavapiés, producía su propia cerveza y vermut, y vivía en un continuo ajetreo de gambas a la plancha que despachaban siete camareros. Hace 13 años, tres socias que trabajaban en el bar contiguo, el Tío Vinagre, y que estaban “enamoradas” del local, colocaron un “lo” entre Bodegas y Máximo, creando Bodegas Lo Máximo (San Carlos, 6). “Lo cogimos y conservamos casi todo: el cartel, el gresite de las paredes, las columnas… Solo cambiamos parte de la barra, la iluminación, los baños y creamos un pequeño escenario”, explica Piluca Aranguren, una de ellas. Una bola de espejos que disemina puntos de luz por las paredes, en cierta penumbra, le da el toque definitivo. Y fueron pioneras. “Nos decían que en Nueva York estaba de moda esto de tener una fachada cutre y un interior reciclado”, recuerda Aranguren. El bar se convirtió en un clásico del barrio y en su escenario se han liado bien pardas: “sobre todo cuando venían amigos como Manu Chao, Kiko Veneno o Fermín Muguruza y se ponían a tocar por sorpresa. El bar se llenaba, pero esas cosas ya no están permitidas”.
Nido de pájaros. “Este era un bar tradicional que llevó una familia durante 26 años. Había viejecitos que jugaban la partida, tragaperras, tele y una paella buenísima”, cuenta Federico Herrera, uno de los tres socios que convirtió, hace dos años, el longevo bar Los Nogales en el efervescente Benteveo (Santa Isabel, 5). Cambiaron poca cosa: los azulejos de las paredes y repararon la barra. “Para conseguir un mobiliario acorde viajamos a Valencia donde cerraba un bar y conseguimos estas sillas de los años sesenta”, dice Herrera. Ahora el Benteveo (el nombre de un pájaro común en Argentina, lugar de procedencia de los dueños), es un bar de moda que ha ganado una edición de la feria de la tapa Tapapiés (con su lomito argentino) y que es frecuentado por modernos de este y otros barrios, Algunos lo ven, para bien o para mal, como parte de la colonización hipster del barrio, que llega desde Malasaña. Un detalle: en la barra siempre hay una jarra de agua para calmar la sed del sediento. “El gol”, dice Herrera, “es que, aunque el bar haya cambiado, aún conservamos alguna clientela de la de antes”.
Llegando al corazón. Hace cuatro meses, el matrimonio asturiano formado por Sergio y Ofelia dejaron el clásico bar cervecería El Aperitivo (un local con más de 70 años de historia) y la nueva dirección, con mucho cariño, lo transformó en El Aperitivo del Corazón (Tres Peces esquina con Torrecilla del Leal). No ha hecho falta cambiarlo mucho, tan solo algunas reparaciones, reformas en los baños y las donaciones de doña Ángeles (la tía del amigo de los dueños llamado Eladio), que dejó su casa y llenó este bar de espejos y muebles de estilo vintage. Alrededor del rótulo de toda la vida han colocado unas lucecitas rojas intermitentes. La pared del fondo está decorada con viejos recortes de periódicos españoles y franceses, frente a ella conviven los viejos clientes y los nuevos. “Estos son los bares que veía cuando era niño, en mi Vallecas natal”, dice Quique Fernández uno de los socios, “con estas barras y estos botelleros. Ahora se trata de recuperar eso y de mejorarlo”. Además, venden miel casera que hace la señora Ofelia, la que antes se ocupaba de esta cocina. Los mismos dueños también tienen otro bar reciclado: la taberna Más Corazón (Santa Isabel, 16), unas calles más arriba, enfrente del mercado de Antón Martín, en la que recibe una máquina tragaperras y también conviven los aires modernos y tradicionales.
Barra cooperativa. El Parrondo (Santa Isabel, 8), este bar pequeño y estrecho, en cuya interminable barra se acodaba el paisanaje, es ahora una cooperativa en formación que ha atraído a público en general, pero especialmente al comprometido con la izquierda y los movimientos sociales. “Nuestro menú, por solo ocho euros, es una apuesta política. Queríamos ofrecer algo a buen precio, de hecho del menú casi no sacamos margen”, explica un portavoz de la alrededor de una decena de implicados que pusieron sus pequeños ahorros para transformar este local y no depender de nadie. Funcionan de manera asamblearia y horizontal, “y tampoco queremos hacernos ricos con esto, solo vivir honradamente”. Su cocina “es cocina de la abuela, tradicional, pero con toques creativos y de mercado”, explican, y lo que más triunfa últimamente es el falafel o las hamburguesas. Tras un pequeño lavado de cara, la tasca Parrondo mantiene las esencias del bar que regentó durante las cuatro décadas anteriores un matrimonio: “Era un bar muy querido en la zona, donde comer menú a buen precio y cañear”, dicen, “nosotros queremos mantener esa tradición tan madrileña del cañeo y el aperitivo”.
Cañas y tacos. Lavapiés es una zona en la que abunda la comida internacional, plagado de kebabs, restaurantes indios y algún senegalés, como el célebre Baobab. Enfrente de este último abrió hace un par de años La Antigua Taquería (Cabestreros, 4), comida mexicana de la que no se estila tanto en el barrio. “La idea de la dueña, Raquel Flores, era hacer un restaurante mexicano, pero sin atiborrarlo de cosas, como en la decoración típica de los estos locales, y manteniendo un poco el espíritu del espacio y dándole un rollo vintage”, cuenta la encargada Samantha Díaz, nacida, precisamente, en México. El bar anterior se llamaba Máximo (abrió sus puertas en 1941), y es de los mismos propietarios del Bodegas Lo Máximo. Se conservan las sillas de escay rojo, la barra, el suelo de mosaico y un cartel de la época que reza “sección de vinos”. Ofrecen tequilas y mezcales de importación y comida clásica mexicana, con algunos toques innovadores, como la salsa Chelito, receta de la abuela de Díaz. Domina el local, en la pared del fondo, una gran calavera mexicana, “que es típica de nuestra celebración del Día de Muertos”, dice la encargada, “cuando los difuntos vienen a visitarnos”. Pero, por lo visto, estos viejos bares no tienen ninguna intención de morirse.
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