Hay otra historia, y es la de Alberto
Tras el aperitivo de Fernández Díaz, el anunciado “simposio de la verdad” promete grandísimas emociones intelectuales
¡Menuda coordinación de movimientos! El pasado día 11, con el característico fervor del converso, el portavoz del PP en el Parlament, Enric Millo, instaba al presidente Mas a aprovechar el Tricentenario de 1714 para “decir la verdad” y no seguir tergiversando y manipulando la historia a costa de “millones y millones de euros” del erario público. Cuatro días más tarde, puntual como un tren suizo, Alberto Fernández Díaz comparecía en una de las salas del Born Centre Cultural para pronunciar la conferencia titulada Una altra història de Catalunya. Ofició como presentador bilingüe —el bilingüismo sincopado fue rasgo característico de todo el acto— el ensayista Miquel Porta Perales.
Ese mismo caballero, años atrás, sostenía que (traduzco) “la lengua es uno de los elementos vertebradores de la nación”; que “España no es una nación sino un Estado”; reivindicaba “el derecho a la libre y democrática autodeterminación de los pueblos”; y escribía: “No se puede negar que, históricamente hablando, Cataluña ha sido víctima de las agresiones de un enemigo casi secular que ha intentado limitarla, reducirla e, incluso, hacerla desaparecer como entidad propia y diferenciada" (Miquel Porta Perales, Nació i autodeterminació, Barcelona, La Magrana, 1987, págs. 8, 46 y 68). Bien se ve que, al menos en términos de coherencia, se trataba del presentador ideal.
Al bueno de Alberto Fernández le habían preparado unas notas con cuatro lugares comunes más o menos sesgados sobre la Guerra de Sucesión: que el conflicto terminado en 1714 fue una lucha meramente dinástica; que hasta entonces no existía ningún Estado catalán; que también hubo catalanes felipistas —¡pues claro, los botiflers!—; que las Cortes catalanas de 1701 habían jurado fidelidad al Borbón y luego traicionaron su juramento... Pero al aguerrido líder del PP barcelonés esto le parececía insulso, y quiso aderezarlo con la denuncia de los “costes” del Born, —sobre todo, del mástil de la bandera— y, en general, de los “excesos pecuniarios” de la conmemoración. Lástima que, para poder comparar, no nos informase sobre el precio del palo de la bandera plantada por Aznar y Federico Trillo en la plaza Colón de Madrid en 2002; o acerca del presupuesto del Bicentenario del Dos de Mayo, organizado por su correligionaria Esperanza Aguirre en 2008.
Aun así, el guion seguía resultando soso para un título tan ambicioso (¡ahí es nada, Una altra història de Catalunya!), de modo que el pequeño de los Fernández Díaz decidió salpimentar generosamente su disertación. Y se le fue la mano. No, no me refiero a las palabras gruesas (“falacia”, “mitificación”, “mentiras”, “perversión”, “tergiversación”...) con que quiso descalificar el discurso expositivo del Born y el Tricentenario en general. Me refiero a dislates históricos como el de negar la existencia hasta 1714 de unas fuerzas armadas de Cataluña (entonces, ¿de qué ejército era general el decapitado Josep Moragues? ¿Del de Pancho Villa?)
O pretender que el catalán “no toma cuerpo definitivo hasta la normativización de Pompeu Fabra”; a ver si resultará que Jacint Verdaguer, y Narcís Oller, y Serafí Pitarra, escribían en arameo...
O afirmar que, antes de la Nueva Planta, Cataluña ya formaba parte de un “Reino de España” que no existe en la literatura jurídica ni diplomática de la época. O sostener que “el Decreto de Nueva Planta (...) abolió el feudalismo”, cuando en 1765 la inmensa mayor parte del Principado permanecía bajo jurisdicciones señoriales, es decir, feudales. O pretender que el catalán “no toma cuerpo definitivo hasta la normativización de Pompeu Fabra”; a ver si resultará que Jacint Verdaguer, y Narcís Oller, y Serafí Pitarra, escribían en arameo...
El afán, la obsesión por rebatir lo que explica la historiografía solvente sobre la derrota de 1714 llevó a Alberto Fernández a contorsiones argumentales peligrosas para su salud. ¿O no lo es que él, hijo de militar franquista, miembro de una familia de vencedores de 1939, se vea obligado a hablar de la “desgraciada Guerra Civil de 1936” y a clamar “nunca más, nunca más los fusiles y bayonetas, (...) no más armas”, como si fuese un desastrado miembro de la plataforma Aturem la guerra?
Según las palabras del concejal popular ese día, todo el problema de 1714 fue que “los antiguos amos de Cataluña, lo que querían era pactar con el rey Felipe para mantener sus privilegios; pero no les bastaba, y pensaron que con el aspirante Carlos lo tendrían mejor. Apostaron mal y perdieron. Pero continuaron con sus privilegios, y quien resultó realmente maltratado fue el pueblo, el que paga siempre los platos rotos”. Lástima que un coetáneo cualificado, el aristócrata botifler Josep d'Alòs, hiciese una lectura de clase completamente inversa, y ya el 1706 aconsejara al poder felipista “exaltar la autoridad de la verdadera nobleza, cercenando la demasía de la plebe”. Pero, sobre todo, ¡qué disgusto ver a un chico de buena familia como Alberto, de derechas de toda la vida, abanderando un discurso antioligárquico..., aunque sea con tres siglos de retraso!
Con este aperitivo, y una vez que Fernández, cual Benedetto Croce, definió la historia “como un relato neutral y de sucesos que han ocurrido” (sic), el “Simposio de la Verdad” que anunció su jefa Sánchez-Camacho promete grandísimas emociones intelectuales.
Joan B. Culla i Clarà es escritor
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