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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lecciones de valencianía

Los archivos del poeta Miguel Hernández, tras permanecer varios años depositados en Elche, han acabado en Jaén

Hay asuntos capaces de reflejar por sí solos el estado de una sociedad mucho mejor que los estudios y encuestas que a menudo publican los sociólogos. Lo sucedido con los archivos del poeta Miguel Hernández es uno de ellos. Como sabe el lector, tras permanecer varios años depositados en Elche, los archivos han acabado finalmente en Jaén. Días atrás, los periódicos publicaban la noticia de que la Diputación jienense había llegado a un acuerdo con la familia del poeta para adquirirlos. Los papeles de Hernández —cartas, manuscritos, notas, borradores— se mostrarán, a partir de ahora, una vez clasificados y ordenados, en el museo de Quesada.

Tal como se han presentado los hechos a la opinión pública, podríamos pensar que el asunto arranca de un par de años atrás. Lo cierto es que viene de lejos. Quien primero intentó hacerse con los archivos de Hernández fue, si no me equivoco, Eduardo Zaplana, que quiso llevarlos a la Biblioteca Valenciana. Como tantos de los proyectos que emprendió este hombre, se trató de una maniobra ideada para ganar unos votos que acabó en nada. Zaplana se desentendió del asunto tan pronto logró su propósito. En cuanto a sus continuadores, no le fueron a la zaga. Para el Partido Popular —y, también, para los socialistas— los archivos de Miguel Hernández eran un recurso electoral que utilizaban cada cierto tiempo.

He repasado las noticias que la prensa ha publicado sobre el tema, a lo largo de los años. En todas ellas, encontramos el mismo proceder interesado de los gobernantes. Ya se tratara de alcaldes, consellers o presidentes de la Generalidad, su conducta revela siempre un afán de utilización política del poeta —del nombre del poeta—, y un mismo desinterés por su obra. Leídas con la perspectiva que da el tiempo, las informaciones anuncian ya el futuro de la Comunidad: una historia de desfachatez, mentiras y promesas incumplidas, renovadas en cada cita electoral.

Discutir, a estas alturas, si el precio de los archivos era más o menos elevado, no me parece que tenga demasiado sentido. Basta recordar cuál ha sido la política cultural de la Comunidad Valenciana en las últimas décadas para que esas cuestiones dejen de importar. Hemos malgastado millones de euros en espectáculos efímeros, sin valor, por los que pagamos, además, un precio abusivo. Sin embargo, nos resistimos a gastar tres millones de euros para mantener entre nosotros el archivo del mejor poeta valenciano del siglo XX. Semanas atrás, la consejera de Educación, María José Català, anunciaba la creación de una asignatura de valencianía para que nuestros escolares conozcan las tradiciones de la Comunidad. No discutiré ahora si la valencianía es algo que deba enseñarse en las escuelas. Pero deberíamos reflexionar sobre qué clase de Comunidad somos cuando pretendemos recuperar unas vagas señas de identidad mientras ignoramos a los mejores de nosotros.

Si la actuación de los políticos no sorprende por ser la habitual, llama la atención, en cambio, la indiferencia mantenida por las instituciones y los propios valencianos en este asunto. Nuestras diligentes universidades, por ejemplo, no han dicho una palabra en defensa de los archivos de Hernández. Tal vez no lo consideraron una cuestión de su competencia. Tampoco el Consell Valencià de Cultura, tan preocupado a menudo por nimiedades, ha levantado la voz, que yo recuerde. Me pregunto si podemos exigir a nuestros gobernantes lo que, como ciudadanos, no nos exigimos a nosotros mismos.

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