La bendición del mercado
Barcelona, que triunfó como modelo de convivencia, pone ahora a la venta lo más preciado, el espacio de simbólico
Pocas veces he sentido tanta envidia por un titular como al leer el que Manuel Cruz escribió en EL PAÍS hace unas semanas. Era este: Barcelona: de modelo a marca. La descripción es simplemente perfecta, por más que no comparta las conclusiones a las que llega el artículo. El paso de modelo a marca fija con exactitud la incorporación de Barcelona al “mercado”, a un mercado indefinido que incluye desde el éxito turístico a la inversión económica. Una ciudad en venta, una ciudad que quiere estar en venta. Con esto llamo la atención sobre un detalle: el proceso de transformación se ha producido en la mente de los ciudadanos. Es tanta la preponderancia que damos a la economía que vemos la marca Barcelona como algo positivo. Estamos encantados con la marca.
El proceso ha sido paulatino, a medida que se consolidaba el éxito internacional de la ciudad, un éxito que estaba basado precisamente en el modelo. Una ciudad que se transforma en favor de los ciudadanos acaba poniendo en venta lo que tiene de más preciado: el espacio de convivencia, el espacio simbólico. De modelo a marca. No estoy diciendo que se renuncie a la calidad de vida, no tanto, sino que los objetivos del Gobierno se decantan hacia el éxito económico, aunque este éxito comprometa de alguna manera la calidad de vida. Si alguien está hoy pensando la ciudad la está pensando en términos económicos: he aquí el matiz. Pero ¿quién no está pensando su vida en términos económicos?
Dicho esto, un apunte. En el artículo de Manuel Cruz, excelente, se percibe una cierta molestia ante el cambio de guardia en el Ayuntamiento, como si la ciudad perteneciera a una única opción progresista. Y esto coincide con el naufragio de los presupuestos de Xavier Trias. Es un derecho de la oposición negarse a votar las cuentas, pero no deja de ser una manera de secuestrar la opinión de los ciudadanos. Un Gobierno tiene que gobernar para poder ser juzgado en las urnas. Trias está tan atado de manos que casi no podemos adivinar cuál es la ciudad que construye, en qué punto del proceso que va del modelo a la marca se sitúa, un proceso que nace de la obsesión de Joan Clos por “generar riqueza” —¡riqueza!— y que continúa con la rutina inactiva de Jordi Hereu.
Total, que la torre Agbar será un hotel. Nada que no haya pasado con algunos edificios extraordinarios de Nueva York, pero Nueva York es el paradigma del mercado posado sobre una ciudad. Suban a una terraza neoyorquina y miren el tamaño de la gente en la calle: esa es la visión del mercado. Rebobinemos. Juegos Olímpicos, una ciudad antes del turismo, Pasqual Maragall se saca de la manga el plan de hoteles porque no tiene donde alojar a las visitas y le desespera ver que muchos edificios que se tramitan como hoteles se acaban inaugurando como oficinas.
El plan consistía en ceder terreno destinado a equipamientos para hacer 10 hoteles que, si no recuerdo mal, no llegaron a completarse todos. Hoy Xavier Trias dice que la presencia de turistas certificará el éxito de las Glòries, la futura plaza, como nuevo centro urbano. ¡Por Dios, que sean los turistas y no los ciudadanos los que digan qué Barcelona funciona! Es la diferencia entre el modelo y la marca. El modelo se disfruta, la marca necesita que alguien de fuera compre.
Pienso todo esto mientras entro en el edificio que fue de Caja Madrid en la Diagonal, frente a la Illa, esa obra elegante que parece un cruce entre Dallas por delante y el Pompidou de Renzo Piano por detrás. Lo firmó, hace décadas, Tous-Fargas y ahora pertenece a un fondo de inversión alemán, Deka, que se gestiona con prudencia luterana porque opera con los pequeños ahorros de centenares de impositores. Nos lo explica un gestor escueto que describe el ambiente de cuando la burbuja: cada edificio de Barcelona tenía 15 ofertas, a cual más alta, así que Deka vendía, vendía hasta Diagonal Mar, que era suyo, mientras que ahora en plena depresión compra. Compra e invierte 14 millones, que no es poco, para convertir el santuario financiero en una plaza pública.
Me explico: son ocho plantas de oficinas, así que el acceso a los ascensores está trabado por molinetes de seguridad, porque nadie se fía de nadie. Pero el detalle queda minimizado por un espléndido vestíbulo que va desde la claraboya al suelo, pavimentado con delicado bambú: un espacio de silencio y luz, que dicen que es el hall más grande de Barcelona y que tiene un aire neoyorquino. Es como un mundo aparte. Me cuentan que había un estanque con unas carpas que acabaron siendo intimidatorias. Lo que sí tenía era un dudoso rosetón de vidrio, ahora desmontado y devuelto al taller del artista. En un rincón, la cafetería; afuera, una terraza encantadora. Firma la obra Jordi Badia, que ha hecho lo que hace la buena arquitectura: restar, simplificar, ordenar. Y el mercado, por lo que se ve, compra y bendice.
Patricia Gabancho es escritora.
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