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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El incordio aceptable

Los nuevos itinearios de los autobuses de Barcelona conectan más, pero desertizan la periferia, los barrios, los extremos

Estaba el otro día el mercado alborotado, porque el siguiente lunes (hace una semana) cambiaban las dos líneas de autobús más populares del barrio, las que usa todo el mundo. Las señoras no entendían nada. Tenían la impresión de que un técnico, distante y sin rostro, estaba redibujando cosas muy serias desde su despacho. La del bar, que lo sabe todo, dijo que el técnico en cuestión vive en Les Corts, que es el epicentro de este terremoto que describo, pero lo que cuenta esta señora siempre hay que ponerlo en duda. En todo caso, el Ayuntamiento está implantando, sin prisa y sin pausa, una red ortogonal de bus que consiste en trazar líneas verticales (identificadas con la V) y horizontales (H), que se cruzan entre sí, para que la gente las combine.

Las líneas de bus nacieron como tranvías y fueron siguiendo la expansión de la ciudad. Con los años, se completaron para que cubrieran de forma capilar todo el territorio. La mezcla de herencia y nueva planificación dejaron un mapa tortuoso, a veces irracional, con líneas superpuestas y retorcidas, con acumulación de buses en una misma calle, en definitiva, un dibujo caótico que había que simplificar.

El alcalde Hereu optó por un sistema radicalmente nuevo: las líneas cartesianas. Implantarlas crea una sensación igual a cuando llegó el euro: hay que aprender a leerlo todo otra vez, se acabó el uso instintivo, rutinario y cómodo. De paso se quiebra el “concepto bus”, que es conectar los barrios con el centro, en un sistema basado en la proximidad (caminar poco) y no precisamente en la rapidez. Para la rapidez está el metro. Para los trayectos largos, también. El bus es un paseo. Es paisaje. Ya sabíamos que cada parada y cada giro representa detenerse en el siguiente semáforo.

La obligación de combinar líneas rompe con la comodidad doméstica y tranquila del bus. Y la oferta disminuye: en mi parada, donde había un racimo pletórico de seis líneas, solo quedan tres. Los nuevos recorridos desertizan la periferia, los barrios, los extremos. Una de las líneas corregida de Les Corts, el 43, nos deja mucho más lejos que antes, con lo cual el tiempo de uso se multiplica. Y me dice una chica que lo utiliza para ir a trabajar que por la mañana va llenísimo, porque ahora incluye la línea 44, que se suprime.

No les pregunten la opinión a los vecinos de una calle del barrio, estrecha como un suspiro, por la que ahora pasa el gigante articulado para poder conectar, como antes, con el Camp Nou: es una circulación temeraria. Es cierto que, a cambio, algunas líneas llegan más lejos, pero para eso no hacía falta modificar tanto los recorridos. Este trazado ortogonal será útil para los turistas —porque es muy legible—, para los usuarios que se incorporen (los jóvenes) y más que nada será útil para las arcas municipales, porque menos líneas resultan en menos autobuses y menos conductores.

A los demás nos han cambiado sutilmente la ciudad operando sobre nuestros hábitos. Qué se le va a hacer. Y es que hay dos cosas positivas en este cambio. La primera es que establece una continuidad honesta con iniciativas que vienen del Gobierno anterior, sin que se tenga que cambiar de rumbo simplemente porque se ha cambiado de mando.

La segunda es más interesante: la movilidad de Barcelona no para de evolucionar. Hay que tener presente que una ciudad —como artefacto compartido, como espacio de convivencia— es hoy movilidad, cultura, tecnología y cohesión social. Eso es la modernidad urbana. Tendría que incluir la conectividad, pero este tema depende de la señora Pastor, la ministra de las inversiones.

Movilidad, cultura, tecnología, cohesión social: ciudad. Estuve hace poco en Madrid pensando en estas cosas. Madrid es una ciudad que tiene más tradición que modernidad, eso se ve enseguida. No es un mérito. El centro de Madrid tiene el mismo tráfico enloquecido de hace 20 o 30 años: grandes avenidas agobiantes. Pensaba en el passeig de Gràcia: en los ochenta no se podía caminar y hablar al mismo tiempo, pero se dividió el sentido de la marcha y se civilizó el tráfico. Barcelona ha ampliado aceras, acotado zonas, controlado la velocidad —los semáforos sincronizados de Aragó—, suprimido carriles, dificultado el aparcamiento, en fin, cantidad de iniciativas para mejorar la compleja relación entre los autos, necesarios pero engorrosos, y los caminantes, que son el cuerpo vivo de la ciudad.

Barcelona es una ciudad que se piensa. Es una ciudad que se interroga, que quiere hacerlo mejor. Que a su esfuerzo le pone etiquetas a veces grandilocuentes —smart city—, pero que no se conforma, y esto desde que unos progres barbudos se hicieron con el Ayuntamiento en 1979. Por tanto, señores técnicos que seguro que no cogen el bus: vamos a probar, disciplinadamente. Vamos a intentar acomodarnos a este incordio aceptable. Y manden pronto la nueva guía, que nos perdemos.

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