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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La batalla de las ideas

El combate político no se dirime al votar en el Congreso, sino mucho antes, cuando se definen los términos del debate

Milagros Pérez Oliva

Nunca antes el frágil Estado de Bienestar que habíamos construido en España había sufrido una deslegitimación tan insistente como ahora. La crisis ha sido la excusa, pero el desmantelamiento de lo público forma parte de una agenda política previa, la del neoliberalismo, que tuvo en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher a sus mejores valedores. Cuando en Inglaterra están ya de vuelta porque han podido comprobar el desastre que ha supuesto la privatización del transporte público o la sanidad, aquí estamos en el camino de ida.

La ofensiva se concreta en una oleada legislativa que debilita las instituciones de defensa colectiva, como la legislación laboral, o de protección frente a la adversidad, como el sistema de pensiones o la sanidad pública. Esas reformas, que en realidad son retrocesos, se justifican en base a dos premisas: que el actual modelo es insostenibles y que resta competitividad a la economía.

En realidad, tales premisas no han sido sometidas a un verdadero debate político porque lo que se pretendía no era discutir cómo preservar el Estado de bienestar, sino justificar la necesidad de recortarlo. Hay que reconocer que esta estrategia ha tenido éxito, y no solo porque el miedo esparcido por la crisis ha disminuido la capacidad de reacción, sino porque ha encontrado el campo ideológico bien abonado. Este tipo de batallas no se ganan o se pierden cuando se vota en el Parlamento la reforma laboral o de la de las pensiones, sino mucho antes. Tal vez décadas antes, cuando se fijan los marcos conceptuales en los que más tarde quedará encorsetado el debate. Y en España, esos marcos se establecieron hace ya tiempo, de la mano de unas ideas liberalizadoras que, a modo de silenciosos caballos de Troya, penetraron en el discurso político sin encontrar apenas resistencia.

El de las pensiones es el ejemplo más claro. ¿Cómo es posible que el que ha sido sin duda el mayor logro de la historia de la humanidad se presente un día sí y otro también en todo tipo de informes y noticias como un problema que amenaza nuestro futuro y el de nuestros hijos? Me refiero al hecho de que en apenas un siglo hayamos logrado, al menos en los países avanzados, doblar la esperanza media de vida. Nunca antes se había producido un salto tan colosal, pero se presenta como una catástrofe económica.

El envejecimiento de la población es el argumento que se utiliza para justificar el recorte de las pensiones. Sin embargo, la biología no determina que los años que hemos ganado de vida hayan de ser improductivos. Ni que todos sean años de dependencia. Diferentes estudios han demostrado que la mayor parte del gasto sanitario y social que hace una persona se concentra en los cinco últimos años de vida, independientemente de la edad a la que muera. El problema no es que vivamos más sino que el actual modelo económico es incapaz de generar actividad suficiente para absorber ese incremento de capacidad. De hecho, ni siquiera es capaz de garantiza pleno empleo a la población en edad de trabajar.

Hace veinte años se utilizaron agoreros pronósticos demográficos que alertaban de los catastróficos efectos que el envejecimiento y la pérdida de población tendrían para el sistema de pensiones, cuya quiebra se pronosticaba como ineludible justo cuando los bancos lanzaban sus planes privados. Apenas unos años después, el país importaba 4,5 millones de trabajadores y la Seguridad Social exhibía un magnífico superávit.

La pirámide de edad es importante, no cabe duda, pero lo determinante es la capacidad de la economía para generar actividad. Y de eso apenas se habla. Los efectos de la longevidad dependerán de que sepamos crear una economía capaz de aprovechar esa productividad ganada. Visto así, el debate no debería ser cómo recortamos y condenamos a la pobreza cada vez a más gente a edad más temprana, sino cómo aprovechamos la capacidad productiva ganada, que es algo muy distinto. Un planteamiento de este tipo llevaría a discutir otro tipo de respuestas, por ejemplo un reparto distinto del trabajo, entre las personas y a lo largo de la vida.

Ahora se abre paso la idea de que el sistema sanitario público será insostenible. De momento se ha comenzado por privatizar una parte de la gestión, pero el siguiente paso puede ser proponer un sistema de prestaciones básicas para todos, a complementar cada cual con una póliza privada. Se vestirá como una medida inevitable y además justa, en la medida que garantizará una cobertura mínima igual para todos. Pero será la puntilla del principal valor de un sistema público: la equidad.

Si la discusión se reduce a los términos económicos, la batalla estará perdida. Porque, ¿en cuánto podemos valorar la tranquilidad que da saber que si el azar nos depara un cáncer, tendremos las mejor respuesta que la medicina pueda ofrecer sin tener en cuenta nuestra posición social. ¿Y que valor monetario damos a la cohesión social que eso proporciona? Solo un dato: en EEUU, el país que más gasta en sanidad —el 18% de su PIB— hay 40 millones de ciudadanos sin cobertura médica, a los que ahora Obama quiere rescatar. Y el 63% de las quiebras económicas familiares son por emergencias de salud. Nosotros, con un gasto del 8% del PIB, podemos ofrecer una cobertura tan buena como la de cualquier país avanzado y a toda la población. Luego no es una cuestión de dinero, sino de modelo.

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