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La crónica
Crónica
Texto informativo con interpretación

El gato que está… accidente

Nadie frenó a Roberto Carlos en su agresión a la sintáxis y a la inteligencia de las cosas

El enorme gato, obra de Botero que se puede ver, ahora, en la Rambla del Raval de Barcelona.
El enorme gato, obra de Botero que se puede ver, ahora, en la Rambla del Raval de Barcelona. CARLES RIBAS

Ayer, a la una de la tarde, mi cuerpo se hallaba en reposo total, sentado en el bar de Ana la rusa, en la esquina de Villarroel y Valencia, mientras mi mente alternaba dos actividades: por un lado pensaba yo cómo es que hemos llegado a este desastre y qué hay que hacer, si algún día salimos de él, para que no se repita; y por el otro lado, aburrido de buscar respuestas en vano —¡siempre esta ansiedad buscadora de respuestas, siempre esta insatisfacción, cómo llega uno a cansarse del mundo inexpugnable y de si mismo!—, canturreaba bajito aquella canción tan pegadiza de Roberto Carlos, “el gato que está triste y azul”. El gato… el gato, pensaba yo. Luego mi memoria peregrina recordaba una vez más, como casi siempre que pienso en gatos, aquel artículo de Benet en EL PÁIS que me hizo reír mucho un día de 1985, un artículo luego recogido, creo, en Otoño en Madrid hacia 1950donde cuenta Benet que hallándose una noche en una taberna de Helsinki —casi casi como yo ahora en el bar de Ana la rusa—, hallándose Benet en esa taberna de Helsinki y rodeado por todas partes de finlandeses que hablaban estrictamente en finés, oyó una voz a su lado que le decía: “¡Generalmente, el gato!”. Se vuelve Benet, y traba conversación con aquel desconocido, aunque no en español sino en inglés o en alemán, porque el otro lo único que sabía decir en español era eso: “Generalmente, el gato”. De ahí se sigue una conversación muy divertida.

Pero, como no recuerdo cómo prosigue, vuelvo a pensar en cómo nos hemos metido en este desastre, y qué podría hacer yo para sacar al país de este desastre, y vuelvo a canturrear “el gato que está triste y azul”. Ahora bien, de repente caigo en la cuenta, con no poca indignación, de que la letra, traducida, creo, del portugués, muy mal traducida, no dice más que tonterías: “El gato que está triste y azul/ nunca se olvida que fuiste mía./ Mas se sabrá de mi sufrir/ porque en mis ojos/ una lágrima hay”. ¡De ahí —me digo— vienen todos nuestros males! ¡De ahí, de ahí, de esta dejadez! ¿Cómo es posible que en la compañía discográfica de Roberto Carlos le dejasen cantar semejantes chorradas, no había nadie con criterio que dijese “mire usted, no, eso de mas se sabrá de mi sufrir es inaceptable, este es un viejo país con una gran tradición lírica y aquí no se pueden difundir unos versos tan ramplones, hay que esmerarse un poco más”. ¡Pero no, nadie frenó a Roberto Carlos, y nosotros aceptamos esa agresión a la sintaxis y a la inteligencia de las cosas, la canción fue un éxito colosal! Y de ahí vienen todos nuestros males, pues “la responsabilidad comienza en los sueños” tal como postula Delmore Schwartz, y se empieza aceptando “no sabes mi amor qué noche bella/ presiento que tú estás en esa estrella”, dejas pasar un ripio así, y ya después lo aceptas todo, davai, davai!, la corrupción de los partidos políticos, el nacionalismo, davai!, el afeamiento del litoral, la burbuja inmobiliaria, la morosidad, la suspensión de pagos, davai!, los asesinos de masas devueltos a la calle… ¡los eurodiputados Badia y Tremosa, a sueldo del Estado español, reclamando a la UE que sancione al Estado español! Davai, tira, tira, qué más da ocho que ochenta, si de todas maneras aquí todo lo hacemos de una manera aproximada, chapucera, y el gato nunca se olvida que fuiste mía…

Como no recuerdo cómo prosigue, vuelvo a pensar en cómo nos hemos metido en este desastre

En estas, se oye un grito. Salimos todos del bar de Ana la rusa. Tumbada boca abajo en el paso de peatones hay una mujer, gruesa, de mediana edad, que permanece inmóvil, con los brazos extendidos, gimiendo y con cara de angustia. A su alrededor se agitan ya varios transeúntes que le recomiendan que no se mueva y telefonean por el móvil. Un hombre joven, de calvicie avanzada, en camisa y corbata pero sin chaqueta -—es el que la ha arrollado— da vueltas por los alrededores, a nerviosas zancadas, resoplando, con una mano en la cadera y en la otra el móvil. En pocos minutos llegan dos motoristas de la policía y la ambulancia. La mujer sigue tumbada en el asfalto como un gran animal abatido. Los enfermeros despliegan una camilla de patas metálicas, con ruedas, y la meten en la ambulancia. Vuelvo al interior del bar donde la parroquia comenta que esa esquina es muy mala, no hay visibilidad, los que bajan por Villarroel y se meten en Valencia no pueden ver el semáforo del paso de peatones, sobre todo cuando, como hoy es el caso, hay varios coches mal aparcados en doble fila. Sólo alcanzan a ver al desvalido peatón cuando ya están encima suyo… Una clienta nos hace fijarnos, a través del ventanal, en que el coche agresor ha quedado muy levemente abollado, y en que para haber sido tan dañada, la víctima hubiera debido salir volando unos metros, propulsada por el impacto, y eso no ha sucedido: cayó allí mismo como peso muerto, plof, nada más recibir el golpe. Sugiere, la recelosa clienta, que la víctima exagera el daño para recibir una indemnización o incluso la invalidez permanente:

—Fíjate que el coche es de gama alta -me dice-. Curiosamente, nadie se tira debajo de un Seat Ibiza.

—Si es lo que digo yo. Que hay que hacer las cosas a conciencia.

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