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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

España, Cataluña y Valencia

Convendría empezar a reflexionar si queremos disfrutar o no de un autogobierno de verdad

El pasado miércoles se celebró un debate muy interesante en el marco de Claustre Obert, ese foro de reflexión que la Universitat de València y EL PAÍS pusieron en marcha hace ya dos años y que, al igual que la más reciente experiencia análoga de Seu Oberta junto con la Universitat d'Alacant, se ha convertido en un espacio de encuentro esencial. El tema tratado, muy de actualidad, era la reforma del Estado autonómico, que a estas alturas ya es una necesidad ineludible, que a casi nadie se le escapa, por muchas razones. Una de ellas, y no menor, es el creciente problema de encaje (lo que es una forma fina de decirlo) de Cataluña en España.

Particularmente interesante resultó que personas con ópticas tan diferentes y que vienen de entornos tan distintos como Joan Ridao (exdiputado de ERC y constitucionalista), Jordi Sevilla (exministro de Administraciones Públicas del PSOE en la época de Rodríguez Zapatero) y Santiago Muñoz Machado (profesor de Derecho Administrativo muy dedicado al estudio de estas cuestiones) coincidieran tanto en el diagnóstico —necesidad urgente de reforma de la Constitución, cuyo recorrido parece ya acabado en muchas parcelas— como en al menos un aspecto por el que pasaría necesariamente la reforma constitucional que debe acometerse: incremento de las asimetrías entre territorios españoles y, muy particularmente, de las que podrían referirse a Cataluña. Se trata de una coincidencia significativa, reflejo de una idea que va haciendo camino. Hay que tomar nota.

No cabe duda de que, ocurra lo que ocurra finalmente con la Constitución, con España y con Cataluña, tanto en los supuestos extremos de que finalmente nada cambie (cosa que a estas alturas parece bastante improbable) o de que acabemos asistiendo a una disgregación del Estado (lo que, por el contrario, no es ya razonable descartar de forma absoluta, al menos a medio plazo), como sobre todo si se acaba produciendo algún tipo de reacomodo intermedio, los efectos para el País Valenciano y su autonomía serían inmediatos. Convendría, por esta razón, empezar a asumir que a la reflexión que hemos de realizar sobre si queremos o no disfrutar de un autogobierno de verdad con todo lo que ello conlleva que la crisis económica ha puesto sobre la mesa habrá que añadirle más pronto que tarde un elemento adicional, referido a cómo nos interesa que sea ese autogobierno, cuán ambicioso o modesto, si más parecido a lo que puede acabar siendo lo que se trate de ofrecer a Cataluña o, por el contrario, obediente con la idea de que al resto de regiones hay que recentralizarlas sin demasiado rubor.

Para saber en qué dirección conviene remar hay que tener claro antes hacia dónde queremos ir. Más allá de la infantil obsesión, sacralizada en la cláusula Camps del Estatut d’Autonomia de 2006, por tener —aunque sea solo en la letra y luego nadie se preocupe de desarrollarlo— todo aquello que los demás obtengan, habrá que asumir la necesidad de pasar a una fase más madura, o al menos incipientemente adolescente (que se note, si no esa mayoría de edad, como mínimo que nos morimos de ganas de hacernos mayores) de nuestro autogobierno.

Hay elecciones en 2015, en un año y medio más o menos. Depende de todos que esa cita consista en algo más que en decidir a quién designamos para el triste papel de encargado con ínfulas.

@Andres_Boix blog en http://blogs.elpais.com/no-se-trata-de-hacer-leer/

 

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