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Tribuna
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Dos mujeres

Adriana no tenía una vida por delante, tenía un infierno, como muchos de los que rebuscan en la basura en nuestra calle

J. Ernesto Ayala-Dip

Parece ser que durante el Katrina, Nueva Orleans fue un infierno. Todos tuvimos cumplida información de esa catástrofe. Noticias, reportajes, entrevistas a afectados, imágenes fotográficas, todo funcionando para que tuviéramos conocimiento detallado de la tragedia perfecta. ¿Por qué menciono este hecho sucedido en 2005? ¿Qué puede importar algo que ocurrió hace tanto tiempo?

Leí hace unos días una novela de una escritora estadounidense que rememoraba los efectos devastadores del huracán Katrina sobre Nueva Orleans, que ella llamaba “la ciudad de los muertos”. Y comparé algunos datos que disemina en su trama policiaca con los que recuerdo del mismo suceso. Entre los hechos que se narran en la novela, hubo uno que me impresionó sobremanera. Y pensé que debió ser cierto que eso sucediera, porque no me pareció que la imaginación fuera capaz de formalizar en una estructura narrativa algo tan terrible, si no estaba basado en un asunto real.

En la novela se relata que una mujer y su hijo adolescente permanecieron tres días con sus noches sin que nadie viniera en su auxilio. Vecinos que pasaban de una terraza a otra, botes que surcaban las calles inundadas hasta los techos de las casas, voces cercanas que parecían no tener oídos ni ojos, helicópteros revoloteando infructuosamente ante los ojos aterrados de la mujer. Tres días con sus noches cerradas. Al final un hombre los salva. Pero la mujer de la novela, o de la más que probable historia real, sobrevive como un ente sin alma y sin voz. Pasan los años y todavía permanece muda por el espanto de saberse alejada de todo arrojo humano por rescatarla a ella y a su hijo. Muda no por el temor a casi una muerte segura, sino muda por la infinita duración de la insolidaridad humana. Que al final alguien la salvara, ya no resolvía nada para ella. La herida ya no tenía remedio.

Aunque parezca mentira, o parezca una novela, alguien en la vida real puede decidir callarse para siempre ante un hecho como el que vive la protagonista. ¿Qué sentido tiene la voz o la palabra en un mundo así? El Katrina no fue solo un acto incontrolado de la naturaleza. O de rabia contra los desmanes que urdimos contra ella, vaya a saberse. En el Katrina convergieron la ineptitud, la indolencia y, sobre todo, la ausencia total de compasión social de la Administración federal norteamericana en manos entonces de los republicanos. ¿Pero por qué hablo del Katrina?

La casualidad quiso que mientras leía aquella novela, me enterara del suicidio de Adriana, la chica rumana a quien explotaba su propio marido. Adriana, como la mujer muda de la novela, también decide un viaje sin retorno, un silencio más trágico y definitivo. Si se pone cuidado en la visualización del hecho, con los datos que nos sirve la investigación de la policía autonómica, tenemos ante nosotros una escena tristísima, una decisión final que nos obliga a preguntarnos para qué sirven las leyes, las llamadas autoridades competentes y las similares patrañas en verso.

Adriana viene a España con su marido y deja a su hijo en Rumanía. Se asienta en Cataluña y comienza a ser explotada sexualmente. Años de humillación e impotencia. Hasta que un día, a finales de este largo verano, decide dejar con enigmático orden sus zapatos y su móvil en el suelo y arrojarse por un puente. Aquí también convergieron, como en el caso del Katrina, varias circunstancias contrarias a las promesas de felicidad que un día soñó Adriana (y todas las Adrianas del mundo) para su existencia: la ruindad moral de su marido, la más inmediata; pero no menos la pobreza (su pobreza), cimentada con deliberada sincronización por banqueros y políticos durante la fiesta neoliberal (que diría Joseph Stiglitz) del dinero incontrolado, que encontró su dueño ideal en ese vergonzoso e inhumano 1% de la población mundial. A la mujer de la novela, o de la realidad del Katrina, su inconsciente la aisló del mundo mediante un silencio metódico. Como un acto de rebeldía extremo. Adriana, por su parte, eligió abordar el único problema serio de la filosofía, según Albert Camus: el suicidio.

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Cuando hacemos referencia a un drama colectivo, cuando citamos cifras de parados, poblaciones de pobres de solemnidad o de gente hurgando en los contenedores, solemos perder de vista el sentido de la singularidad, incluso a veces nos cuesta conectar esas estadísticas con el vecino que a escondidas remueve la papelera de nuestra esquina. Tenemos una idea casi científica del terrible drama de la prostitución y la nueva esclavitud que supone su explotación por bandas internacionales. Pero ese conocimiento no nos sirve para responder a la pregunta que nos hacemos, como la que se hizo la misma policía autonómica: ¿Por qué una mujer con toda la vida por delante se suicida? Ocurre que el error está en la formulación del interrogante, como si se tratara de un asunto de crónica policial, un suceso. Adriana no tenía una vida por delante. Tenía un infierno. Por eso se suicidó.

La mujer de la novela y Adriana son el síntoma más revelador del malestar de nuestra civilización.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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