¿Cumplir la ley?
En momentos de erosión democrática, las leyes constituyen un refugio frente a la discriminación y la arbitrariedad
En momentos como lo actuales, el cumplimiento de la legalidad amenaza con convertirse en una suerte de arma con la que atizar a los que disienten, se atreven a pensar o simplemente tratan de buscar salidas a los atolladeros en los que estamos metidos. Pero, al mismo tiempo, el cumplimiento de la legalidad se está convirtiendo cada vez más en una reivindicación de carácter revolucionario. Me explico. Hay claramente un uso selectivo de la Constitución y de las leyes por parte de los poderes públicos. En muchos casos sustentado por la modificación alevosa, hecha manu militari, del artículo 135 por parte de PP, PSOE y CiU para cubrir las exigencias de prohibición del déficit que nos impuso Merkel y su UE. Partidos, por cierto, estos últimos que ahora se quejan del uso abusivo que hace el gobierno Rajoy de una excepcionalidad que ellos mismos alimentaron.
En Italia se ha organizado un gran movimiento, liderado por Stefano Rodotà y Paolo Flores d'Arcais, que el pasado 12 de octubre reivindicó en Roma que se cumpla la Constitución, ante el peligro de que las propuestas de reforma que se han ido planteando allí acaben perpetrando una clara erosión de las libertades y derechos hasta ahora consagrados.
Asistimos aquí a una clara regresión de los derechos consagrados en la Constitución y en el Estatut. Los derechos subjetivos están cada vez más condicionados a las disponibilidades presupuestarias. En los servicios sociales de los ayuntamientos son plenamente conscientes de que, en la práctica, el número de expedientes que efectivamente se tramitan ha alcanzado un techo, por mucho que lleguen más personas que cumplan los requisitos para acceder a la prestación. Lo mismo ocurre con las ayudas a la dependencia. No digamos con todos aquellos derechos no subjetivos, que en la Constitución y en el Estatut no están debidamente protegidos y acaban siendo simples brindis al sol, como los que se refieren al trabajo, a la vivienda y a tantas otras cosas.
Hemos de tomar ejemplo de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas, cuyos miembros aprovechan todo lo que pueden las leyes, las interpretan, las exprimen para conseguir proteger a los más débiles, en una dinámica en la que cuentan crecientemente con el apoyo de jueces cansados de servir de instrumentos ciegos e indiferentes de los poderosos. El amparo del Tribunal de Estrasburgo ha sido clave para evitar que el bloque ocupado de Salt acabase desalojado sin ofrecer alternativa alguna a personas ocupando pisos vacíos, de propiedad pública y rescatados con nuestros recursos.
Ha sido significativo ver como los que todos los días nos ponen las leyes como barrera, se remueven y despotrican con el mencionado Tribunal de Estrasburgo tras el fallo sobre los afectados por la "doctrina Parot". Sobresale el otrora moderado Ruiz Gallardón, convertido ahora en el adalid del populismo punitivo, cargando por ejemplo contra el magistrado López Guerra por haber antepuesto su sentido de la justicia a lo que el PP entiende que sería su insoslayable deber patriótico.
De hecho, en momentos en que cualquier excusa parece buena para hacer retroceder el sistema de libertades y la obligación de rendir cuentas de los que gobiernan en nuestro nombre, parece claro que el cumplimiento de la legalidad constitucional y la movilización ciudadana pueden tener muchos más puntos de conexión, haciendo coincidir radicalismo democrático, iniciativa política y resistencia social ante pérdida de derechos. No son los ciudadanos los que sienten desafección ante el funcionamiento de las instituciones representativas, sino que son estas las que parecen no tener consideración alguna para con los ciudadanos. Cuando observamos la impunidad con la que parecen actuar los Mossos d'Esquadra en casos como el de la Calle Aurora en el Raval, conviene recordar la frase de Flores d'Arcais: “La legalidad es muchas veces el poder de los sin poder”. El autoritarismo acaba siempre incumpliendo su propia legalidad, empujando por hacer cumplir su voluntad por encima de cualquier cortapisa.
No hemos de entender la Constitución o el Estatut como un simple marco de relaciones entre los poderes. Son expresión de un régimen ciudadano, una experiencia ordinaria de civilidad, en un ámbito de micropolítica en el que uno debería sentirse seguro ante una actuación policial que debería ser siempre proporcionada y autorestrictiva.
La ley, en momentos de erosión democrática, constituye un refugio frente a la discriminación, el capricho y la arbitrariedad. Fuera de la ley se impone el fuerte, el corruptor y el corrupto, el rico y el poderoso. Pero, en esa línea, la ley no es letra muerta. Debe experimentarse. Y si no recoge el sentir ciudadano debe modificarse, sin utilizarla como muralla, ya que entonces se incumple la virtud autoreformadora de la democracia y todo el andamiaje cruje.
Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas de la UB.
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