La lógica subnormal
La Generalitat aparece como la parte buena del Estado y atribuye a España la parte mala, pero aplica las mismas políticas
España fue hace un siglo un cadáver paralítico, una leprosería hedionda, un Estado en descomposición. Gobernaba bajo la Restauración una jauría de muertos vivientes sin ideas, sin energía, sin nervio, a expensas de una nación enferma cuyos males eran étnicos, raciales: algo parecido a nacer con una tara congénita y fatal.
El párrafo es pura paráfrasis del lenguaje común en quienes peleaban por una reforma radical del Estado de la Restauración. Ortega fue uno de sus líderes mediáticos e ideológicos entre otras cosas porque abusó una y otra vez del estilo desgarrado y apocalíptico al menos desde 1908, pero sobre todo desde la conferencia de marzo de 1914 “Vieja y nueva política”. Entre sus 25 y sus 40 años, pronunció discursos y escribió decenas de editoriales sin firma o con firma, en El Imparcial o en El Sol, donde exigía lo mismo que llevaba exigiendo desde 1908: la aniquilación, el arrasamiento del personal político de la Restauración y, sobre todo, de los dos partidos mayoritarios, conservadores y liberales.
Su ubicación ideológica entonces y hasta 1920 sería la de un socialdemócrata un tanto vaporoso, un socialista liberal y difuso, cada vez más desesperado y, por tanto, cada vez más atraído por la redención a través de un “movimiento social”, de un gran partido “nacionalizador” capaz de expulsar a los viejos políticos y emplear a los nuevos profesionales, muchos de ellos ya oreados en el extranjero, formados en circuitos internacionales, cocinados y precocinados en los fogones de la Europa moderna.
En Catalunya la Generalitat actúa como la parte buena del Estado, pero no carga con la parte mala, que queda para el resto de España
No hay paralelismo alguno con el presente, ninguno. Lo cuento solo porque me paso el día entrando y saliendo de aquel periodo y del nuestro, y a veces se me va la olla con tanta basculación entre pasado y presente, entre el catastrofismo altisonante y mesiánico de Ortega y la euforia oficial de una Cataluña instalada, según Francesc Homs, en un proceso imparable. Y es imparable porque todo proceso de esta naturaleza en democracia lo es (según declaraciones de este domingo). Igual no son demasiado exactas ninguna de las dos cosas, ni el diagnóstico tiranizado por el ansia de refundación nacional de Ortega ni el diagnóstico tiranizado por el ansia de refundación nacional de Homs. Pero, ¿cómo? ¿Es que se trata de lo mismo?
Espero que no, por la salud de Homs, claro. Sin embargo, lo verdaderamente llamativo es que Ortega lideraba con retórica inflamada un segmento pequeñísimo de la oposición social y parlamentaria (una docena de diputados del Partido Reformista y poco más) mientras que Homs es el portavoz ideólogo de la Generalitat y de su oficina ha nacido un documento que deja poco menos que inmaculada la responsabilidad de la Generalitat al imputar al Estado una deslealtad monomaniaca, infernal. Puede que vivamos bajo una lógica subterránea o paralela y no me entere bien con tanto viaje de ida y vuelta, pero no acabo de comprender cómo se las arregla el máximo poder del Estado en Catalunya para denunciarse a sí mismo.
Pero quizá equivoco el enfoque y haya que retomar la vieja lógica subnormal de Vázquez Montalbán para dar con el intríngulis. Y entonces las cuentas sí salen: en Catalunya la Generalitat actúa como la parte buena del Estado, pero no carga con la parte mala, que queda para el resto de España; la parte buena es catalana y es víctima de la crisis y la parte mala es responsable de la crisis y no es catalana; la parte mala ha fabricado incompetentemente parados a destajo, pero la parte buena se limita a hacerse cargo angustiadamente de los parados; la parte cutre de la democracia la pone el Estado y la esperanza colectiva contra el Estado la pone la Generalitat; uno está en Madrid y otro en Barcelona.
Y uno es de derechas y el otro también. Pero eso no tiene nada que ver, eso no afecta a las circunstancias reales del país ni a la voluntad de acometer un determinado plan de actuación en políticas sociales, o en vivienda, o en higienizar las turbias cuentas de este o aquel partido, es decir, cumplir como poder del Estado. La Generalitat es Estado para lo que le conviene y no es Estado para lo que no le conviene. Hoy la Generalitat está gobernada por un partido de derechas sin ninguna responsabilidad política porque entre sus recursos de Estado no encuentra ni una miserable manivela, una brocha usada o siquiera una bendita llave inglesa para este o aquel apaño. Y eso suena a fraude de Estado desde el Estado mismo.
Jordi Gracia es profesor y ensayista.
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