Los sindicatos en la picota
El capital vence mejor a los trabajadores no organizados
La Transición consistió en desmantelar las instituciones de la dictadura franquista dejando intacto el poder económico y religioso que la sostuvo y la clase política que las gobernó a cambio de dar entrada a nuevos actores políticos que no cuestionaran ese cambio.
Para conseguirlo, por un lado se instituyó un bipartidismo de facto gracias a las normas electorales menos democráticas de nuestro entorno que garantizaban el gobierno, bien por mayoría absoluta o con el apoyo de las derechas nacionalistas cuando fuese necesario, de UCD y después del PP o del PSOE.
Por otro lado, fue preciso asegurar una paz social difícil, pues se sabía que los avances sociales serían forzosamente limitados al mantenerse los privilegios y el poder fáctico de los grandes grupos económicos del franquismo, los “ricos por la Patria”, como los denomina Mariano Sánchez en uno de sus libros.
Para atar a los partidos se les financió generosamente, aunque de un modo tan irregular que se han multiplicado los casos de corrupción, como los de Filesa o Bárcenas u otros tan vergonzosos como los de los sobresueldos recibidos por dirigentes del PP, que han terminado produciendo un gran desafecto social. Y la paz social se logró manteniendo con dinero público a una patronal que ha conseguido confundir los intereses de todos los empresarios con los de las grandes empresas, y protegiendo a dos sindicatos mayoritarios de cualquier otro sindicalismo más reivindicativo.
La financiación a los sindicatos no ha sido tan generosa como la destinada a los partidos o la patronal pero se diseñó inteligentemente para atraparlos, pues los obliga a estar constantemente en la cuerda floja de la legalidad para beneficiarse de ella.
CC OO y UGT se han convertido así en grandes aparatos sindicales pero esclavos de la financiación gubernamental y con una actividad de provisión de servicios que muchas veces se sobrepone a la auténticamente reivindicativa y laboral. La consecuencia ha sido su excesiva docilidad, bien por falta de capacidad o de voluntad combativa, y un acomodo en los ámbitos del poder (en las cajas de ahorros, por ejemplo) que en ocasiones los ha contaminado de clientelismo, de prácticas muy irregulares o incluso a veces mafiosas y de corrupción. Vicios ciertamente no generalizados pero que hacen mucho daño y que no se resuelven precisamente gritando en las puertas de un juzgado, sea cual sea este o su titular.
Pero dicho esto, es igualmente evidente que los casos de corrupción sindical se han dado en menor número y con mucho menos daño económico que en el caso de los partidos o de las grandes empresas o bancos privados. Una evidencia que obliga a preguntarse por qué entonces se ataca a los sindicatos tan duramente, mucho más que a otras instituciones claramente más corruptas.
La razón me parece que está clara. Vivimos una etapa de ataque sistemático y constante a los derechos sociales y humanos con el fin de favorecer aún más el reparto de las rentas hacia los de arriba. Los datos no dejan lugar a dudas: el peso de los salarios en el conjunto de las rentas cae sin cesar y las condiciones laborales se deterioran continuamente. En consecuencia, la desigualdad se multiplica y para que ello sea posible hay que vencer la resistencia de los trabajadores, lo que depende fundamentalmente de la fuerza que tengan los sindicatos.
Porque la realidad demuestra sin lugar a dudas que ni uno solo de los derechos que hoy disfrutamos se ha conseguido sin sindicatos. Ni uno solo. Y al mismo tiempo la lógica indica que si lo que se busca es que desaparezcan o se limiten esos derechos, lo conveniente es evitar la fuerza sindical, pues allí donde hay un sindicato hay trabajadores organizados y no cada uno por su lado, que es como el capital los vence mejor y consigue más ventajas a su costa.
No nos engañemos, pues. Los sindicatos deben corregir sus defectos, por supuesto que sí. Pero tiramos piedras sobre nuestro tejado si lo que hacemos es ayudar a destruirlos.
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