Pero, ¿qué cosa se celebra?
Los hechos históricos susceptibles de ser celebrados en comunidad se manejan un tanto al albur de las manías o intereses de los que mandan
Esta es la hora en que no se sabe bien qué se celebra aquí el 9 d’Octubre. Se ve que la definición depende de los mandatarios políticos en ejercicio años tras año. Emotividades de ocasión al margen, me parece que el más afortunado en tan improbable definición de un todavía más improbable consenso ciudadano fue aquel atribulado alcalde de los años setenta del siglo pasado, de nombre Miquel Ramón Izquierdo, que definió el evento como “la incorporación de Valencia a la civilización cristiana”, o algo de ese cariz, sin contentar a casi nadie y sin resolver el grave problema de la ausencia de una definición certera que todavía flota como un buñuelo de aire en las atragantadas gargantas de los valencianos.
Será por eso que año tras año hay broncas un tanto ridículas a la hora de determinar quién portará el pendón o lo que sea en la llamada procesión cívica (como lo oyen) y cuándo saltarán en el Parterre los descontentos de siempre. Iba a añadir que esta comunidad no está para muchas celebraciones, y que cuando el acto es más conocido por sus encontronazos que por sus coincidencias, ocurre que ni siquiera en eso nos ponemos de acuerdo, como si fuera tan difícil celebrar el día de una patria más bien inexistente en lo poco que significa con alguna concordia alejada de las cuentas pendientes. Y a pesar de que ya hace unos años, acaso demasiados, en los que uno sospecha que lo que se celebra realmente en la ascensión de Rita Barberá a los cielos de su alcaldía, la ausencia de sosiego celebrativo (o cerebral, como prefieran) sugiere no ya que nuestro gran día no nos ha alcanzado todavía de pleno en el corazón de todos los valencianos sino que acaso jamás lo hará, tanta es la confusión sobre la urdimbre verdadera de su origen y los recelos sobre su reiterada conmemoración, no vaya a ser que alguien se haga con el gato al agua sin merecerlo o sin acreditar como es debido ante las autoridades pertinentes la veracidad de sus creencias.
Cierto que los hechos históricos susceptibles de ser celebrados en comunidad se manejan un tanto al albur de las manías o intereses de los que mandan, pero si no acaba de estar claro para todos qué es con exactitud lo que se celebra, entonces no digo que no se celebren, sino que se reserven parcelas ciudadanas para que cada cual lo rememore a su manera. Apropiarse por el morro de las señas de identidad colectivas incluye el riesgo de desdeñar la identidad de origen (algo por otra parte poco factible: uno es valenciano porque así figura en su DNI) a favor de la identidad de ejercicio, algo tan volátil como que tengas la suerte de que te salga un trabajo de camarero en Nueva York. Y, pese a la cursilería españolera de una cancioncilla como Suspiros de España, los ciudadanos pertenecen más al lugar en el que viven que al terruño donde nacieron. Que se lo pregunten a quienes tienen la amabilidad de merodear nuestras costas en pateras. O a los ahogados en Lampedusa que han sido reconocidos como italianos una vez muertos. Espero que no ocurra también en El Saler.
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