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Marca registrada

La vida a granel

De colonias en frasquitos a mercería en la zona más caliente del Raval

Letrero de La Casa de los Graneles, en el barrio del Raval.
Letrero de La Casa de los Graneles, en el barrio del Raval.carles ribas

A medida que pasan los años, la niñez deja de ser un relato explicativo para convertirse en una serie de imágenes fugaces en blanco y negro, cada una de las cuales tiene la fuerza autónoma de describir sin palabras un momento concreto. Con la edad, las ciudades se transforman en un hervidero de fantasmas, de presencias que se han evaporado, de madalenas proustianas que nos hablan de lugares y espacios que desaparecieron sin dejar apenas rastro. La memoria es una película troceada en fotogramas que por sí solos carecen de sentido.

El olor de las tiendas de legumbres cocidas, la variedad de colores de las droguerías, la fragancia de los tostaderos de café, o la magia de los ropavejeros donde los chiquillos íbamos a vender periódicos y botellas vacías de cava. Una de esas imágenes es la de las antiguas mercerías y sus botellitas, frasquitos y cajitas de polvos misteriosos que se vendían al peso.

Al lado de mi casa había lo que entonces llamábamos una perfumería. Mi madre acudía a ella con un surtido de envases y se hacía poner cien gramos de Nenuco, de Aromas de Oriente, de Embrujo de Sevilla, o de César Imperator. Ir a la perfumista era tarea delicada, las mujeres se sentaban junto al mostrador y olían, probaban, compartían opiniones como si aquellas modestas amas de casa fuesen por un momento señoras versallescas preparando la próxima soirée. Allí, hasta las vecinas más desaliñadas olían bien. Recuerdo a la dependienta —una chica francesa y extremadamente bonita—, como una de las primeras experiencias turbadoras de mi vida.

La mercería, vecina de la Filmoteca, está en uno de los puntos negros de la prostitución

A diferencia de las vendedoras de la pesca salada, de la panadería o de la pollería, aquella muchacha me dejaba mudo de la emoción. Aún puedo cerrar los ojos y verla en un picado pronunciado, desde mi escasa altura de seis o siete años, mientras medía la cantidad de perfume en un expendedor con muescas, para después rellenar el frasco que le había traído mi madre.

Hay tendencia a confundir el mundo con nuestro mundo, y por ello creía que la ceremonia de la venta a granel se había extinguido. Hasta que hará unos años me topé con este establecimiento —La Casa de los Graneles—, epítome de la cosa, que con sus colores alegres y su aparador abarrotado me llevó de nuevo a una fase anterior de mi existencia. A pesar del nombre, una reciente restauración le ha catalanizado la publicidad, ahora vende “Articles de regal” y se define como una “Botiga de barri”. Antiguamente su publicidad era más prosaica y ponía: “Mercería, novedades”, “Paraguas y medias”, “Nuestro lema, servir bien”, “Peines y cepillos”.

Estamos en la calle Espalter, junto a la nueva Filmoteca, al ladito de uno de los puntos negros de la prostitución en Barcelona, a pocos metros del hotel Raval, de la Illa Robador y del venerable bar Marsella, que la desidia puede haber herido de muerte. Entre las mujeres de la vida y los aficionados al cine, este antiguo comercio parece empeñado en seguir en pie.

La calle Espalter se convirtió

Antiguamente, las calles de estos alrededores constituían un núcleo de casitas de campo, junto a las que en el siglo XVIII se instaló La Galera o prisión de mujeres. Los propietarios de estos terrenos eran familias como los Sadurní o los Espalter, que tenían sus caserones a pie de huerto. Entonces, por estas aceras trasegaban los obreros de la juguetería de Juan Salliberi, o de la fábrica de sombreros La Economía del empresario Jaime Suñol. En la misma finca que cobija esta mercería había estado la fábrica de zapatos de Mateo Ribatallada, así como la pequeña peluquería femenina de la peinadora Valentina Blasco. La presencia de una cárcel y la llegada de los primeros talleres cambió su paisaje y Espalter se convirtió en un lugar de muy mala reputación, donde menudeaban las riñas y los robos.

En aquellos años cobijaba una serie de pequeñas tabernas, donde se reunía el hampa local para preparar los futuros atracos. La crónica negra tuvo en esta calle uno de sus puntos calientes, sobre todo a partir de la década de 1880. Durante los primeros compases del siglo XX formó parte del llamado Barrio Andaluz de Barcelona, donde estaba la famosa taberna flamenca Casa José María, el restaurante l'Avi y la tienda de preservativos —y clínica de enfermedades venéreas— La Mundial. Allí, en un barrio cada vez más degradado, había una sastrería que en los años cincuenta se convirtió en La Casa de los Graneles. Hablando con una amiga que nació en la vecina calle de Robador, me contaba que su madre venía aquí a comprar la colonia a granel que gastaban en su casa. A ella no le hace falta cerrar los ojos para volver a su infancia, sólo tiene que pararse frente a esta pequeña joya del comercio de antaño y exhalar un leve suspiro.

 

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