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Bombas y salmonetes

Los merenderos de la playa vivieron su edad de oro en la posguerra

El cartel habla de una época que valoraba el pan hasta el punto de ser un reclamo seguro.
El cartel habla de una época que valoraba el pan hasta el punto de ser un reclamo seguro. joan sanchez

Salido del baúl del tiempo, en la calle de La Maquinista con la calle del Mar nos asalta este mural. Esa cara de cocinero alegre, y esa falta absoluta de sofisticación en el mensaje: “Bodega cervecería, calidad en tapas, pan con tomate, buen jamón serrano”. Este cartel nos habla de una época que valoraba el pan hasta el extremo de hacer de él un reclamo seguro, una época de hambres recién pasadas y promesas de hartazgos. El entonces paseo Nacional —hoy Juan de Borbón— era una larga hilera de locales con camareros en la puerta que te abordaban, te increpaban, se abalanzaban sobre ti para que probaras la paella, los calamares, las gambas, ¡unos tristes mejillones al vapor! La Barceloneta de mi juventud todavía no estaba colapsada por turistas vocingleros paseando con aires de superioridad. Entonces los extranjeros éramos nosotros, la gente de otros barrios de la ciudad. Veníamos a bañarnos, a visitar el viejo Acuario, a comprar rosellonas en las paradas improvisadas que había al final del paseo. Y cuando se podía, íbamos a una desaparecida pescadería del paseo, en cuya trastienda te cocinaban un lenguado o unos pulpitos en cebolla que sabían a gloria.

Se accedía directamente por la cocina, con un aire saturado de aromas y olores desagradables

Antes de ir a almorzar hago un somero aperitivo en el bar La Bombeta. Un cartel junto a los toneles advierte: “No hablamos inglés, pero hacemos unas bombas cojonudas”. Es cierto, son casi tan buenas como las de La Cova Fumada. Los camareros tienen ese aire inhóspito de saloon del Oeste, para quienes el mundo se divide en parroquianos y forasteros. En lugares como éste aún se conservan las viejas formas de la hostelería costera, mezcla de socarronería y aristocrático desdén hacia el cliente. La cima de este estilo encontraba su máxima expresión en los antiguos merenderos de la playa a los que se accedía directamente por la cocina, con un aire saturado de aromas maravillosos y olores desagradables. Ahora aquello forma parte de lo que en su día se llamó la apertura de la ciudad al mar (ese asomarse al agua que los planes para el puerto del actual consistorio parecen empeñados en echar al traste). Aprovechando los Juegos Olímpicos de 1992, toda esta zona fue limpiada de tinglados, almacenes, casas de baño y merenderos, con el objetivo de devolver la arena a la ciudad.

Mi siguiente parada es el bar La Electricitat, junto al mercado. En sus paredes se guarda la memoria de los viejos chiringuitos de la Barceloneta, fotografías descoloridas por el tiempo de unos locales que nacieron a finales del siglo XIX cuando algunos pescadores comenzaron a cocinar parte de sus capturas en la misma arena para los numerosos trabajadores del puerto y de las fábricas. Este lugar fue famoso en su día por sus casas de comidas, pensadas para obreros que buscaban un lugar donde comer caliente por poco precio. Me cuentan que a principios del siglo XX, los sumarios fogones al aire libre se convirtieron en casetas de madera. La edad de oro de estos locales llegó en la posguerra, cuando un idéntico deseo de superar el hambre reunía a estraperlistas y a represaliados en insólita mezcolanza. Quizás acabó con ellos el tiempo, en los ochenta ya habían iniciado su lenta decadencia. De los dieciocho que sobrevivían sólo había seis con concesión administrativa, los restantes eran construcciones improvisadas y sin permisos.

La Gaviota, el Miramar, el Salmonete, el Terramar, el Hawai, Can Pinxo y otros, olían a pescado y salitre

Estaba el Merendero de la Mari, uno de los pocos que pudo reconvertirse en restaurante. Los había famosos en toda la ciudad, como La Gaviota, el Miramar o el Rancho Grande, siempre rodeados por aparcacoches que le buscaban al cliente un sitio donde dejar el automóvil. Yo recuerdo especialmente la esquina de El Salmonete, donde Alfredo Coduras y Xavier Sabater fundaron el Laboratorio Informal de Actividades Diversas, uno de los primeros grupos de poesía de vanguardia que surgieron en la Barcelona de la Transición. Después venía el María, el Terramar o el Hawai, que fueron de los primeros en desaparecer. Y el Aurora, el Sol y Sombra, Casa Paulino o Can Pinxo, con sus sillas y mesas clavadas directamente en la arena. Formaban un dédalo de callecitas que olían a pescado y salitre, y que de noche tomaban un aire espectral de luces y farolillos de colores. L’Escamarlà, el Avión, el Terramar, el Costa Azul, el Cataluña o La Marina, el último en caer fue Can Costa-El Deporte. De aquel final quedan las instantáneas de Consuelo Bautista, con las grúas como dragones gigantes atacando estas barracas con comedor. Queda el recuerdo de los personajes habituales, como el popular Bernardo y su guitarra, o Manuel Canetti y su cámara de retratar familias felices. Y quedan estos camareros de La Bombeta, La Cova Fumada o La Electricitat, últimos ejemplos de una manera de ser y de estar.

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