La familia que no se apeó en Pontedeume por el accidente de tren de Santiago
El drama de la pareja que debía bajar en la estación citada por conductor y revisor en la llamada
Volvían de vacaciones. Había estado toda la familia en Cartagena (Murcia) y el tren Alvia los tenía que dejar a las 22.15 en Pontedeume (A Coruña), muy cerca de Ferrol, la penúltima parada de un tren que nunca llegó a su destino. A las 20.41 del día 24 descarriló en la curva de Angrois, cuando enfilaba los últimos kilómetros hacia Santiago de Compostela. El accidente truncó 79 vidas y destrozó muchas familias. La de Rafael R. quedó partida en dos: perdió a su esposa y a su hija pequeña. Ileso por fuera y devastado por dentro, regresó con el niño a una casa medio vacía.
La "desafortunada" conversación —así la calificó el juez Luis Aláez que investiga el accidente— entre el maquinista y el interventor, que a 199 kilómetros por hora hablaron durante 100 segundos por los móviles corporativos sobre cuál era la vía por la que debía entrar la locomotora en la estación de Pontedeume, ha convertido a una familia de Barallobre (Fene) en protagonista involuntaria de la causa.
Rafael R. rehúye los focos, porque bastante tiene ya con su propia tragedia. El lunes por la tarde enterró a su pareja, Lidia M. T., de 36 años, y a su hija Daniela, de dos, en el cementerio municipal de Fene, en medio de un silencio sobrecogedor. La niña fue uno de los últimos tres cuerpos en ser identificados por los forenses la noche del sábado 27. Tuvieron que recurrir a las pruebas de ADN. La identidad de su madre se había confirmado muy pocas horas antes. La espera fue agónica para este gaditano, que solía —dicen sus compañeros— ser alegre, bromista y muy hablador.
Él se salvó. Por casualidad, o porque se le antojó algo de beber, según relató a sus allegados. Les contó que se dirigía al vagón cafetería, cuando el Alvia se salió de la vía a toda velocidad. Le seguía Iago C., de 11 años, el hijo mayor de Lidia, fruto de una relación anterior, que jugaba entre los asientos y salió del tren sin apenas heridas que delataran que había sobrevivido al descarrilamiento mortal.
Militar profesional, Rafael R. pasó del buque de aprovisionamiento y combate Patiño a otro destino en tierra en el parque de vehículos de la Armada, en el arsenal ferrolano. Vivía en Barallobre, cruzando el puente sobre la ría, de donde es la familia de su esposa. Ella trabajaba en Fene como auxiliar de ayuda a domicilio. Con Iago, habían formado su pequeña familia de tres que se redondeó hace dos años cuando nació Dani, su primera hija juntos.
Sus compañeros cuentan que él ha soportado la desgracia que le ha tocado vivir con una entereza inusual. Que buscó sin cesar a su mujer y a la pequeña y que su gran pena es que no llegó a encontrarlas ni el vagón, ni en las vías. Nada. Dice que no quiere hablar. Coge la llamada para negar que sea él quien responde al teléfono y, luego, para añadir que no dirá nada más, aunque entiende que "su historia es perfecta para los medios".
Desmiente también que fueran ellos los que tenían que bajarse en Pontedeume, una estación muy pequeña y bastante solitaria a la que el azar ha terminado por colocar en el foco, al ser mencionada en la última conversación entre el conductor del tren y el revisor, segundos antes de que descarrilara el tren, y la probable causa del fatal despiste de un maquinista veterano que conocía su oficio y el trayecto.
La versión del interventor, Antonio Martín Marugán, que compareció el viernes ante el juez instructor como testigo, es otra, y la relata a través de su círculo íntimo. Cogió los billetes de los cuatro pasajeros, una pareja joven con dos críos y un montón de maletas, y comprobó que se bajaban en Pontedeume, un municipio costero a 15 kilómetros de Ferrol que prácticamente linda con Fene, donde vivían. Se ahorraban otros 21 minutos de viaje hasta la ciudad naval, después de haberse dado un tute de nueve horas de viaje desde Madrid.
Fuera de la familia de Rafael R., ningún otro pasajero que viajaba a Ferrol encaja con la descripción del revisor. Ellos no le pidieron nada, insiste el interventor, pero él tomó la iniciativa de facilitarles la llegada. Llamó a su amigo, Francisco José Garzón, ahora imputado por 79 homicios por imprudencia, para preguntarle si podía entrar al apeadero por la vía interior, la que está pegada a la estación. Quería ahorrarles a los padres el tener que cruzar a pie la vía con dos niños y muchos bultos a cuestas.
La estación forma un ocho con dos vías que apenas distan unos siete metros entre sí. Hay cuatro semáforos —dos en cada sentido— para el maquinista y ocho señales rojas que prohíben el paso a pie y dos pasarelas, una a cada extremo. A la de la izquierda se accede por una rampa, en la derecha hay que dar un salto a la vía para salvar un desnivel de medio metro.
Por el ruido, la caja negra muestra que Garzón removió unos papeles —posiblemente un mapa—, mientras encadenaba dos túneles y un largo viaducto en O Eixo de 1.225 metros. Ya estaba casi en la curva de Angrois. Accionó el freno pero era muy tarde e iba muy rápido, a 179 kilómetros por hora, el doble de lo que debía. Y el tren descarriló.
Ferrol, la última parada, perdió a seis vecinos. Con solo 14 años, Laura vio cómo su hermano Tomás, de 21 años, y su madre, Elisa Brión, de 46, morían en el tren. En la estación les esperaba su padre, Tomás López, que el jueves agradecía en las redes sociales "las muestras de dolor y afecto" recibidas. Tampoco llegaron Nerea García, de 24 años, y Rodrigo Moledo, de 25. En el mismo tren viajaban también Juan Manuel García, su hija Fátima y su yerno, que se recuperan de las heridas.
En casa están ya también Daniel, Jessica, Carlos y Teresita, la familia milagro. El bebé, de mes y medio, sobrevivió sin apenas un rasguño y su hermano, de siete años, ha recuperado a Dino, el dinosaurio de peluche que ganó en el parque de atracciones de Madrid y que se perdió en el caos tremebundo de Angrois. Él también ha vuelto a casa.
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