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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Descarrilamientos

Una combinación de factores de seguridad ha fracasado en los accidentes

Una pregunta encabezaba el editorial de este periódico el 5 de agosto de 2006: “¿Es admisible que un convoy del metro pueda alcanzar velocidades letales para la integridad de sus viajeros sin que ningún sistema de frenado automático lo impida?”. La comisión de investigación creada en las Cortes Valencianas y cerrada en apenas unos días acababa de concluir entonces, gracias a la imposición de la mayoría absoluta del PP, que la culpa había sido de la “mala suerte” y la responsabilidad, del maquinista, muerto en el descarrilamiento de una unidad de la línea 1 del metro de Valencia apenas un mes antes a la entrada de la estación de Jesús. La pregunta hoy puede ser muy parecida: ¿Es admisible que un tren pueda alcanzar velocidades letales para la integridad de sus viajeros sin que ningún sistema de frenado automático lo impida?

A falta de que se conozcan detalles de lo ocurrido, los paralelismos entre el accidente del metro de Valencia en 2006 y la tragedia ferroviaria de Santiago de este miércoles son evidentes. Hay una curva pronunciada, un convoy ferroviario que va demasiado rápido y un descarrilamiento con decenas de muertos. Así como los aviones llevan pilotos, los trenes son pilotados por maquinistas, pero su funcionamiento tiene un componente cada vez más importante de guiado automático. Es lo que hace tan segura estadísticamente esta modalidad de transporte pese a las grandes velocidades, superiores a los 200 kilómetros por hora, que ya alcanza. En otras palabras, los viajeros no se ponen en manos de un maquinista sino de un sistema altamente especializado. Daría que pensar si uno tuviera que subirse a un AVE con la sola garantía de la prudencia y profesionalidad del maquinista, de su salud y sus habilidades.

Cuando se produce, pues, un accidente en estos medios de transporte tan raudos y tecnológicos hay que pensar en una combinación de factores de seguridad que ha fracasado. Y no solo en la responsabilidad personal de un empleado, que la tiene, sin duda, y jamás podrá eludirla. La juez que instruyó el caso del accidente del metro de Valencia no lo vio así. Simplificando sus argumentos tal vez en exceso, vino a decir que el convoy nunca debió entrar en la curva a 80 kilómetros por hora, independientemente de si había sistemas automáticos de frenado. Sin embargo, la fiscalía ha hecho caso siete años después a las demandas de los familiares de las víctimas y a la presión ciudadana. Ante la acumulación de evidencias de que se escondieron datos relevantes sobre la unidad accidentada, su estado de conservación y su siniestralidad, entre otras cosas, le pide a la juez que reabra el caso porque ve indicios de posible homicidio por imprudencia profesional. A las víctimas, que nunca se sacarán de la cabeza la idea de que una baliza de seguridad que no estaba instalada hubiera evitado la tragedia, se les abre un horizonte tras clamar en el desierto exigiendo responsabilidades que ni los directivos de Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana ni los políticos que podían destituirlos decidieron asumir, aunque fuera solo por el reconocimiento elemental de un fracaso tan dramático en la gestión de un servicio público.

Es pronto para ir más allá en la comparación de lo sucedido en el valenciano barrio de Patraix hace siete años con lo ocurrido la noche del pasado 24 de julio en Angrois, pero se acumulan dudas sobre esa explicación del accidente que el editorial de EL PAÍS de aquel 5 de agosto bautizó como la paradoja del trapecista: “Mientras el artista hace con exactitud sus piruetas, miles de veces ensayadas y miles de veces repetidas, el sistema es seguro; cuando un día falla y se estrella contra el suelo, la ausencia de una red protectora no tiene nada que ver con el hecho de que el trapecio sigue siendo tan seguro como antes de que el trapecista cometiera su lamentable error”.

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