El videoclub no se rinde
Decenas de videoclubes de barrio sobreviven en Madrid ante el empuje de las descargas en Internet con un catálogo selecto y una clientela fiel que sigue prefiriendo el consejo de un experto a la tentación del pirateo
Una de las preguntas habituales que surgen frente a un videoclub es: ¿por qué pagar por algo que puedes tener gratis? La siguiente: ¿cómo sobrevivir en medio de un incesante mundo digitalizado y de una menor disposición ciudadana a pagar por algo que no sea una necesidad básica? Las mismas, en definitiva, que se hacen los dueños de alguno de estos lugares, que se empeñan a diario en proveer al barrio de cine como si de pescado o pan se tratase.
Y lo consiguen. A duras penas y en contadas ocasiones. ¿Cómo? Atendiendo a un grupo de clientes que se mantiene fiel al trato personal y a la selección in situ. A aquellas personas que aún anteponen la revisión del cartel, la confianza en las frases elogiosas de portada o la lectura de la sinopsis al consumo a golpe de clic. Ese que ha convertido a España en el segundo país, tras China, en número de descargas ilegales.
En ese terreno de incertidumbre, varios amantes del cine han cogido el testigo de lo añejo y se han propuesto mantener vivo este negocio. Es el caso de Patricia Pérez. Esta mujer de 34 años decidió hace siete tomar el relevo de un videoclub que llevaba 25 años abierto. Licenciada en periodismo y cinéfila empedernida, su sueño llegó en forma de local de barrio al lado de la Castellana. Se llama loQuehayQuever y es un referente en Chamartín. Sus anaqueles soportan el peso físico de más de 7.000 títulos. Y cada mes rulan unas 2.000 carátulas. No se queja. “Cuando abrí era el bum de la piratería”, recuerda. “Pero me especialicé y la cosa fue muy bien”. Después, según relata, tuvo algún bache, pero la línea sigue siendo ascendente. “Le damos mucho bombo al cine de autor, sin descuidar al conocido, que es el gran motor”.
Es decir, una oferta que combina lo exótico con lo rompetaquillas. De esa forma, según asegura, la clientela fluctúa desde los más pequeños hasta los más sibaritas, que buscan en las filmografías coreana o iraní distracción o conocimiento. “Creo que la gente sigue viniendo gracias a unas recomendaciones ajustadas al gusto de cada uno”, señala su compañero Gabriel Muñoz, otro amante del cine.
Supervivientes y orgullosos
El Jardín. La masacre de videoclubes en la periferia de la región no ha llegado a este mítico rincón de cine de Las Rozas de Madrid. Su dueño apuesta por un fondo que ha visto el formato Beta, VHS y los actuales DVD y Blu Ray. Calle de las Cruces, 7 (Las Rozas de Madrid).
Lo que hay que ver. Su actual propietaria recogió el negocio hace siete años con el propósito de acercar la pasión del cine al barrio, convirtiéndolo en una referencia de este tipo de establecimiento en el distrito de Chamartín. Calle de Joaquín Bau, 1.
Goan. El gran superviviente en el barrio de Chamberí. Donde antes había un empleado ahora hay un televisor. Y su propietario augura un negro futuro. Se queja de las descargas que hacen daño al negocio. Calle de Gaztambide, 37.
Arfen. Este reducido espacio de paredes enfrentadas mantiene en pleno barrio de Las Letras un público fiel. Son más de 25 años de carrera. Calle de Santa Isabel, 17.
Roldán. El dueño estima que puede ser el videoclub más antiguo de los que quedan en Madrid. Lleva en pie desde 1986 a los pies de la plaza Mayor. En la calle de Cuchilleros, 1.
Ellos han creado “una especie de familia” formada por la propietaria y el empleado. Algo que ocurría hasta hace poco en el videoclub Goan, en Gaztambide. Desde su mostrador, Gonzalo Becerro ha visto cómo se iba quedando solo tras el cierre de El Loro Gris o El Alquilón, dos de los espacios que nutrían de películas Chamberí. Él, que llegó a tener tres negocios, mira ahora la televisión ante la carencia de visitantes. Este hombre de 63 años se encarga de gestionar miles de películas que se actualizan a un ritmo de 30 al mes. Con un regusto a nostalgia y cabreo, apunta al Gobierno. “Si hubieran aprobado alguna ley que prohibiera las descargas, habrían evitado la muerte de cientos de videoclubes”.
Entre la marisma de templos del alquiler hay quien ha optado por diversificar el negocio. Es el caso de La butaca de la Gata Roja, en Lavapiés, o el Diurno, en Chueca. En el primero se exponen libros temáticos y parafernalia cinematográfica como complemento a la oferta visual. En el segundo, varias hileras de cintas marcan la frontera entre el bar y el alquiler de películas. “Solo nos falta el compro oro”, bromea Óscar Mejía, encargado desde hace tres años. La cadena Ficciones o Séptimo Arte Digital también han optado por adecuar su catálogo.
En la periferia pasa lo mismo. Getafe o Leganés presumían de contar con varias filmotecas. La situación ahora es distinta. Muchos de los números telefónicos de estos locales indican que las líneas han dejado de existir. Y en el único que sigue estableciéndose comunicación, la respuesta la da Jacinto García, que explica cómo el local ha pasado a ser una gestoría.
Hace siete años, los 94 establecimientos que la franquicia Blockbuster tenía en España anunciaron su retirada. Desde entonces, el goteo de cierres ha sido constante. La culpa, esgrime la mayoría de los consultados, proviene de dos razonamientos: la bajada de consumo y el incremento de descargas. Una reducción en el gasto familiar que se concentra en el ocio y en la ropa y una tasa de piratería que durante el primer semestre de 2011 alcanzó un 73,9% en cine, según la SGAE, lo que supone una pérdida económica de 1.401 millones de euros.
“Las descargas se han notado sobre todo en el porno”, apunta Fernando Cando, del videoclub Arfen, en la cuesta de Santa Isabel. Esta calle aún expone a nutridos grupos de jóvenes dispersos entre las librerías del lugar, las galerías de arte o las salas de la filmoteca, el antiguo cine Doré. Al contrario que espacios míticos como La Luciérnaga o el 35 mm, este vetusto videoclub de paredes enfrentadas se mantiene a flote. “Lo que más influye son los años que llevamos”, resume.
Lo mismo que defienden en Video Roldán, posiblemente “el más antiguo de Madrid”, según Rafa Roldán, heredero del negocio. Esta tienda, más parecida a una taberna en Cuchilleros, cuida al detalle su propuesta. De un pilar cuelgan miles de fichas con las críticas de las películas. De otro, las novedades de la semana. Y, según géneros, por unos tres euros se pueden degustar durante 24 o 48 horas. “Empezamos con películas de Pajares y Esteso ¡Y ET tardó dos años en llegar!”, cuenta Rafa.
Nada de esto consigue que las tres personas que entran en un lapso de 20 minutos pidan una película. Una de ellas hace una fotocopia. Otra recarga el móvil. Y otra pide imprimir un archivo. “Mis padres llegaron a utilizar el Vídeo 2000”, comenta recordando aquel formato nacido a finales de los años ochenta y hoy extinto. “Ahora todo va para abajo”, dice.
Nadie tiene la solución, pero José Manuel Simón, el dueño de El Jardín, uno de los pocos videoclubes que se mantienen en la zona noroeste, enfatiza la posesión de un amplio fondo. Este local, situado en Las Rozas, ha visto cómo títulos imperecederos como La vida de Brian o El Padrino han pasado de beta a VHS, y de estos registros a los actuales DVD o Blu-Ray. “La gente pasa por aquí y dice ‘Anda, ¿pero aún sigue habiendo videoclubes?”.
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