La cámara oscura del minutero
Pascual Miralles lleva 15 años realizando retratos en el centro de la capital con un aparato artesanal. Esta práctica, de origen y futuro cada vez más inciertos, sobrevive gracias a unos pocos románticos
Nochebuena. Pascual Miralles, un fotógrafo con 20 años de experiencia, transita por la avenida de Gadea, en Alicante. Está en un momento de transición. Se acaba de separar de su mujer, con la que tiene dos hijas, y está empezando a superar una adicción a la cocaína y a la heroína que lo han atrapado durante más de cinco años. Dos filas de palmeras presiden este paseo alicantino por el que deambula Miralles hasta que advierte varias cajas de botellas de vino, marca Bodegas Callejo, de esas que se usaban para los regalos de empresa, apiladas junto a un tronco. Entonces empieza a dale vueltas a la cabeza: el tamaño, el grosor de la tapa, donde irían las cubetas, el objetivo y el cristal esmerilado. “Fue un fogonazo. Una revelación”. Lo que visualizó, en realidad, eran los elementos precisos para lo que acabaría siendo su ocupación artística y profesión durante los siguientes 15 años: la fotografía minutera.
No hay mucha documentación acerca de esta práctica, más allá de referencias bibliográficas que hablan de estos artistas ambulantes que a finales del siglo XIX y principios del XX se dejaban ver por las plazas de los pueblos y ciudades españoles para retratar a personas a precios populares. Era la manera de acercar al pueblo algo que solo estaba al alcance de la aristocracia. Una fotografía revelada al minuto. De ahí el nombre.
El relato del encuentro de Pascual Miralles con este antiquísimo oficio puede que se mueva entre lo idílico y lo real. Lo cierto es que, un año después de ese pasaje, hizo las maletas y marchó a Madrid. Entonces comenzó a instalar su cámara minutera en la Plaza Mayor, y posteriormente en la plaza de Oriente, para vender retratos y ganarse la vida.
Cada día, Pascual empuja el carrito en el que lleva su artilugio: una caja de madera con una lente en el morro, tapado por un colador de café que hace de obturador. Antes de comenzar la jornada, llena una cubeta con un líquido fijador y otra con uno revelador, y las coloca dentro de la caja.
Le acompaña Rita, una periodista húngara que hace seis años llegó a España para visitar a su hermana y finalmente se quedó a ayudar a Pascual. Ella se suele encargar de captar a los clientes. Cuando pican el anzuelo, los sitúa en dos sillas de tijera frente a la cámara, les viste con algún gorro o fular y junta sus caras. A partir de ahí quedan obligados a no mover ni un músculo.
Todo este ritual llama la atención de los transeúntes. La gente comienza a acercarse y a hacer fotos. Se respira un cierto aroma a espectáculo de feria, al “pasen y vean” para ser testigos, no de un descubrimiento tecnológico, sino de viaje al pasado.
Pascual mete la cabeza tras una tela negra. Dentro hay un cristal esmerilado, donde se proyecta la imagen de los retratados, pero al revés. Con un controlador de madera, acerca y aleja este cristal para enfocar la imagen. Cuando el encuadre es el deseado, saca la cabeza, abre el obturador unos segundos y lo cierra. Solo la experiencia le indica cuál es el tiempo de exposición que necesita la imagen.
La pareja fotografiada ya se puede desentender. Pascual obtiene un negativo y lo baña en el líquido fijador. “Este es el aporte español a la caja oscura”, asegura, mientras coloca el negativo en un pequeño soporte frente a la lente y se fuma un cigarrillo de liar. “Fotografiando el negativo, lo que consigo es un negativo del negativo. Es decir, un positivo”, explica. Es el momento del revelado. El corro que se ha formado alrededor de la cámara espera ver el resultado. Esta vez, Pascual no está contento con su trabajo.
En realidad, lo que acaba de hacer es solo una recreación de su día a día. Desde hace unos meses, la Policía Municipal le impide instalar su cámara y ha recibido varias denuncias por “ocupación de la vía pública”. Él asegura que nunca antes le habían puesto inconvenientes.
Por eso, ha intentado en una decena de ocasiones solicitar permiso al Ayuntamiento para “mostrar su cámara”, ha pedido asesoría e incluso una audiencia con el concejal de Las Artes. Desde el Ayuntamiento se responde que solo tiene que pedir una licencia que le autorice para la venta ambulante y abonar las tasas pertinentes. “Estoy dispuesto a pagar”, repite él.
De momento lleva cinco meses parado. Durante este tiempo, asegura que no ha podido enviar los 400 euros mensuales que da a su hija de 14 años, la única menor de edad, que ahora vive en Granada. “Mi ex hace tres años que se quedó sin curro, imagina el papelón”, lamenta. Y el mes que viene dice que no podrá pagar el alquiler, pese a que su casero se lo rebajó de 530 a 430 para echarle una mano. “¿Me voy a poner con 54 años a trabajar de reponedor en un supermercado?”, se queja.
Al margen de su situación personal y su falta de entendimiento con la burocracia, lo cierto es que Pascual es de los pocos minuteros que quedan en la ciudad. Las trabas ponen en peligro este antiguo y peculiar arte, alerta un artículo publicado por el Grupo Español de Conservación, que vela por la protección del patrimonio artístico, entre otras funciones.
Lo que más lamenta este fotógrafo, de espíritu bohemio y callejero, es que se descuide un oficio que, según él, debería formar pare del patrimonio cultural de la ciudad. Sobre todo si se compara con el buen trato que se le ha dado en otros lugares.
En Segovia, desde hace 15 años, una placa rinde homenaje a Ramon Allas, un viejo minutero que pasó más de 60 años realizando retratos en un lugar que ya tiene el nombre oficial de El rincón del minutero. En Brasil, donde se conoce como lambe lambe (lamer lamer), por el hábito de salivar el papel para comprobar el lado correcto de emulsión, está considerado patrimonio inmaterial desde hace 11 años.
De que Pascual y sus compañeros de profesión puedan continuar trabajando depende que el antiguo oficio del minutero no tenga los minutos contados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.