Brevedad, histeria y teléfonos móviles
Lana del Rey demostró por breves momentos que podría ser una buena artista de escenario pero que prefiere los baños de multitudes
Lana del Rey regresaba a Barcelona no ya como la guinda exótica de un pastel de música avanzada (el Sonar, no hay otro) sino como la gran estrella en que, gracias a Internet, se ha convertido. Y ya de entrada, antes de que sonara la música, no decepcionó llenando de un público terriblemente variado (de la modernidad exuberante a las flores como aderezo capilar) las más de 2.250 butacas del enorme entramado de mecanotubo instalado ante la fachada del Palau Reial de Pedralbes. Las entradas, algunas por encima de los cien euros, se habían agotado y hubo quien se quedó a las puertas del recinto sin poder entrar.
En el interior reinaba cierta expectación que se alargó más de lo previsto gracias a la innecesaria actuación del telonero mallorquín L.A. Eso sí, cuando faltando poco para las 23 horas hizo su aparición la modelo y cantante neoyorquina la tensión explotó de forma volcánica y los ánimos se desataron totalmente. La grada pareció venirse abajo y cientos de personas se abalanzaron sobre el escenario para ver y fotografiar de cerca a su ídolo. Si había equipo de seguridad (parecía que no) fue totalmente desbordado y la propia Lana del Rey estimuló el desbarajuste sentándose al borde del escenario para firmar autógrafos, repartir besos y dejarse fotografiar por cualquier artefacto capaz de hacerlo. Hasta resultaba chistoso ver como los fotógrafos profesionales estaban relegados, por expresa orden de la cantante o de su entorno, a la última fila mientras que cientos de cámaras conseguían primeros planos.
Cola abrió la velada, cantada entre sus fans que la cubrían totalmente, hasta el extremo de que hicieron temer un desastre. Siguieron algunos temas emblemáticos que el público coreó mientras se conseguía una cierta normalidad y regresaban a sus asientos. Eso sí, los teléfonos móviles no dejaron de trabajar durante toda la noche a pesar de que se había anunciado por megafonía que estaba prohibido fotografiar o filmar el concierto. Desde la parte de atrás de la platea era casi más resultón los cientos de teléfonos móviles (¡y tabletas!) alzados e iluminados que el propio escenario. Y no porque Lana del Rey no trajera un montaje atractivo. La diva se rodeó de ocho músicos (cuatro rudos rockeros y, tal vez como contraposición, un dulce cuarteto de cuerda femenino), un buen montaje de luces y un puñado de vídeos de perfecta factura que iban de lo más explícito a lo más abstracto.
Lana del Rey fue directa a la yugular y ya de entrada se sacó de la enorme manga de su vestido rojo sus canciones más populares, alguna como Born to die con más de 125 millones de visionados en Youtube. Canciones con un potente fondo sonoro pero servidas con extrema languidez, llegando a momentos casi depresivos a pesar del entusiasmo reinante. Citó a Dylan y se atrevió a versionar un clásico como Blue Velvet sin pasar de lo anecdótico.
Hacia el final del concierto, como la cosa se había calmado bastante, la cantante decidió lanzarse al patio de butacas para cantar Video games. Y volvió a desatarse la histeria del inicio, las fotos, los besos y los autógrafos. Ya solo quedaba otra canción, National Anthem, coreada y bailada por todo el público. Y adiós, muy buenas. Una hora exacta de concierto, menos si descontamos todo el tiempo perdido entre sus fans, y ni un solo bis. Al final no todo el mundo salió contento, lógico a pesar de que a la salida te regalaban semillas de palmera para que las plantaras en tu casa. Lana del Rey demostró por momentos (breves pero existentes) que podría ser una buena artista de escenario pero que prefiere los baños de multitudes. El problema es saber hasta cuándo las multitudes preferirán ver como (metafóricamente) se baña antes que oírla cantar.
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