Así empezó todo
Ser la ópera favorita de Hitler es uno de los dos estigmas que soporta Rienzi en su discreta permanencia operística
En 1906, un joven Adolf Hitler asiste en Linz a una función de la tercera ópera de Richard Wagner, Rienzi. Al final del primer acto, las masas responden al discurso de Rienzi con entusiasmo, hipnotizadas con su nuevo líder. Años después, recordando esa función, Hitler exclamó: “Así empezó todo”. Inflamado por el nervio wagneriano, se veía a sí mismo como el mesiánico redentor del pueblo alemán y ya en las concentraciones de Núremberg ordenó abrir los actos con la contundente obertura de Rienzi.
RIENZI, de Wagner
Con Kristian Benedikt, tenor. Michelle Breedt, mezzosoprano. Elisabete Matos, soprano. Peter Rose y Friedemann Röhlig, bajos. Àlex Sanmartí, barítono. Josep Fadò, tenor. Polifónica de Puig-reig. Coro del Gran Teatre del Liceu. Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña (OBC). Pablo González, director. Versión de concierto. Liceu, 30 de junio.
Ser la ópera favorita de Hitler es uno de los dos estigmas que soporta Rienzi en su discreta permanencia en el repertorio operístico. El otro es cosa del propio Wagner y de su mujer, Cósima Liszt: la condenó a un silencioso futuro al prohibir su representación en Bayreuth por considerarla, junto a sus otras dos operas de juventud —La prohibición de amar y Las hadas—, demasiado lejos de su ideal dramático-musical. Ciertamente, en Rienzi, concebida para la Ópera de París y estrenada finalmente en Dresde en 1842, con gran éxito, Wagner se pliega al pomposo estilo de Meyerbeer y la grand òpera francesa, entonces en boga. Pero, aún siendo un Wagner antes de Wagner, tiene arias y escenas de colosal impacto.
Merece ser mejor valorada, pero no conseguirá muchos adeptos con versiones tan poco brillantes como la ofrecida bajo la batuta de Pablo González en el Liceu, en el marco de una encomiable colaboración artística entre la Sinfónica de Barcelona y Nacional de Cataluña (OBC) y el coro del Gran Teatro del Liceu, reforzado en esta ocasión por las voces de la Polifónica de Puig-reig. Dejar a la orquesta en el foso, para colocar a solistas y coros en un escenario ocupado por los decorados de Lucio Silla, no deja de ser un parche para salir del paso.
No acertó el titular de la OBC en el pulso dramático de la extensa e irregular versión, que, por fortuna, se ofreció con cortes: estuvo más pendiente de los detalles y las atmósferas sutiles, y, quizá por falta de oficio operístico, descuidó la tensión y ofreció escenas un tanto aburridas. Tampoco la OBC tuvo su mejor día: la orquesta sonó con excesiva contundencia y poco equilibrio, mientras que la nutrida masa coral, salvo puntuales tiranteces en los agudos de las voces femeninas, salvó su brillante cometido con vigorosos acentos.
La orquesta sonó con excesiva contundencia y poco equilibrio, mientras que la nutrida masa coral salvó su brillante cometido con vigorosos acentos
En un reparto muy desigual, triunfó a lo grande la mezzosoprano sudafricana Michelle Breedt con una sensacional interpretación de Adriano, servida con una voz de ricos colores, plena e intensa. A su lado, la soprano portuguesa Elisabete Matos pisó a fondo el acelerador, coronando con potentes agudos una irregular interpretación de Irene. En el otro lado de la balanza, el tenor lituano Kristian Benedikt no pasó de discreto en el extenuante papel de Rienzi: voz sin encanto, insuficiente en las escenas más heroicas, y de fraseo poco pulido. El estupendo Colonna del bajo británico Peter Rose fue la voz masculina más destacada en un reparto completado muy dignamente por el bajo alemán Friedemann Röhlig, el barítono-bajo belga Werner Van Mechelen y dos voces catalanas, el barítono Àlex Sanmartí y el tenor Josep Fadò.
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