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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un diputado no adscrito

Podríamos decir que su procesamiento era cuestión de tiempo, de tanto que ha persistido en la falta de escrúpulos

Correoso. La caída confirma un estilo que le ha permitido sobrevivir más de tres décadas en la primera línea de la política valenciana. En ese tiempo, su adicción al poder se ha convertido en una patología. La actitud con la que ha afrontado la más grave de las crisis en su trayectoria no ha hecho más que confirmar lo esquemático de su postura: estar siempre cerca del que manda, propiciar la instrumentalización y el saqueo de la Administración, negar la evidencia, resistir hasta el límite… y buscar venganza. Contra la habilidad que algunos le atribuyen, desde que EL PAÍS publicó en 2010 la primera información sobre el fraude en las subvenciones de cooperación (decíamos entonces lo que dicen hoy los jueces: que se compraron pisos con los fondos de algunas subvenciones y que una trama corrupta saqueó sistemáticamente otras ayudas), Rafael Blasco se ha comportado como un bulldozer, o como una trituradora.

Empezó por comprometer personalmente su palabra. Si se demostraba que había irregularidades, asumiría su responsabilidad, anunció. Algo que olvidaría cuando la apelación a la pulcritud del proceso se hizo insostenible. No se curó en salud ni buscó la opción de dar marcha atrás y abrir la vía de la revisión de lo ocurrido o, incluso, pedir disculpas. Según la investigación, en su departamento se falsearon apresuradamente facturas y justificantes para salir al paso de las denuncias de las diputadas Clara Tirado y Mireia Mollà. Bombardeó a quienes publicamos los detalles de esas denuncias con acciones judiciales de rectificación que esgrimió como confirmaciones de su inocencia; buscó sin éxito que lo absolviera la Sindicatura de Comptes; negó primero que lo investigara la fiscalía anticorrupción y, más tarde, cuando fueron detenidos e imputados los principales cargos de su departamento, sostuvo que no había nada contra él... Hasta que lo imputaron. Y después lo procesaron. Y ahora le solicitan condenas de cárcel la fiscalía y la Abogacía de la Generalitat. Se negó a dimitir cuando Alberto Fabra lo puso ante la perspectiva de su expulsión. Mantuvo el pulso con la intención de desgastar a Fabra, de humillarlo si llegaba el caso. Y ha acabado haciendo lo que dijo que no haría. Se ha marchado a un escaño de diputado no adscrito en el instante en el que iba a ser expulsado.

Una parte de los diputados del PP en las Cortes Valencianas lo trata estos días como a un colega y no tiene rubor al protagonizar un besamanos grotesco con el inquilino del escaño más solitario. ¿Lo hacen para disimular su vergüenza o comparten el cinismo de su actitud? ¿Se han dado cuenta de que es tóxico? ¿Son conscientes de que Blasco, sin poder, es un señor como cualquier otro, de que pierde toda su capacidad de amedrentamiento? ¿Eso no les hace pensar? ¿Y si lo hace, a qué conclusiones les lleva?

Las vicisitudes del tantas veces consejero y portavoz parlamentario de los populares pueden ser el espejo donde se retrate la miserable condición de buena parte de la clase política local. A Blasco no lo han pillado en un desliz. Podríamos decir que su procesamiento era cuestión de tiempo, de tanto que ha persistido en la falta de escrúpulos. De alguna manera, es el emblema de un sistema podrido que se resiste a morir.

Es cierto que, aunque se haya llenado de cadáveres, nunca abandona una trinchera hasta que ya no le sirve para nada. Pero eso no es astucia, ni inteligencia, sino instinto. Y no tiene ningún mérito.

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