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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ciudades eficientes

La ocupación mercantil del espacio público satura las mentes y bloquea el tiempo necesario para pensar libremente

El paradigma de la eficiencia se ha instalado en la gestión de las ciudades. Dos iniciativas recientes en el metro de Barcelona confirman la cada vez mayor presencia de gadgets tecnológicos en el paisaje urbano. La primera es el anuncio de la inminente instalación de cajeros automáticos en los andenes; la segunda, la apertura del primer supermercado virtual en una estación de metro, lo cual permitirá aprovechar el tiempo de espera para hacer la compra semanal a través del móvil.

Estos dos proyectos, anecdóticos y aparentemente inocuos, son sintomáticos de dos tendencias de fondo. La primera y más obvia es la mercantilización de una vida pública en la que quedan pocos espacios que no sean potencialmente comercializables. Con la ayuda de las nuevas tecnologías, se invade hasta el último rincón y el último minuto de un ciudadano convertido en mero consumidor. Se trata de una colonización lenta y silenciosa en la que cualquier progreso técnico se presenta como una ventaja al servicio de las personas, sin calibrar las consecuencias individuales y colectivas de tal evolución.

En vez de ahorrar tiempo, lo que en realidad facilitan estas tecnologías es el aumento del número de actividades “posibles” por minuto, incrementando así la sensación de falta de tiempo y de aceleración que hoy es tan común.

Las ciudades son escuelas de tolerancia al desorden y a la imperfección que son los rasgos que tienen, por defecto, todas las sociedades

La ocupación tecnológica y mercantil de los espacios públicos conlleva además una saturación de las mentes y bloquea el tiempo necesario para pensar libremente y elaborar caminos imprevistos. Como siempre, el desarrollo tecnológico no es políticamente neutro, y ahora confluye con la comercialización de espacios tradicionales de creación de esfera pública democrática, como son universidades o instituciones culturales. Hoy, el estudiante es un cliente y los museos son industrias meramente evaluables por su gestión económica y su audiencia. Adiós al bien común.

El problema es que esta tendencia converge con el paradigma de la eficiencia que ha impregnado todas las esferas políticas y sociales. La eficiencia, como la austeridad, no son principios necesariamente negativos. El problema es cuando se convierten en dogmas y acaban siendo objetivos en sí mismos. Alimentado por las nuevas tecnologías, el mantra de la eficiencia ha contaminado también el gobierno de las ciudades. Las tan en boga smart cities sintetizan a la perfección estas dos tendencias: aplicar el desarrollo tecnológico al espacio urbano como motor de desarrollo económico. Que las ciudades no pueden ser inteligentes es una obviedad porque la inteligencia es un atributo exclusivo de los seres humanos. Lo que este movimiento busca en realidad es crear ciudades eficientes: que los procesos urbanos, como la movilidad o el reciclaje, cumplan correctamente su función con la máxima autonomía y el mínimo gasto posible en tiempo y dinero. El debate queda así centrado en el medio y olvida el objetivo político que debería gobernar toda ciudad: ¿eficiente para qué y al servicio de quién? Y ¿con qué consecuencias?

Desde siempre, las ciudades son objeto de deseos contradictorios: por un lado queremos que sean un espacio de acogida y de encuentro, un hogar; por el otro, una máquina que funcione correctamente y permita el intercambio económico y el desarrollo. Hay que aceptar esta tensión sin complejos y darle forma. Pero una ciudad es por naturaleza ineficiente y desordenada, porque este es el precio a pagar por el potencial de libertad y de igualdad de oportunidades que contiene. Sus espacios públicos crean comunidad en la medida en que permiten el intercambio y la toma de conciencia de que pertenecemos a una comunidad más amplia que la esfera privada.

La ciudad es también el espacio para la sorpresa y el encuentro imprevisto, con lo que favorece la curiosidad, la negociación y el cambio de opinión tan esenciales para la democracia. Es por ello por lo que es especialmente grave ocupar todos sus tiempos y espacios con la ilusión de la eficiencia. Las ciudades son escuelas de tolerancia al desorden y a la imperfección que son los rasgos que tienen, por defecto, todas las sociedades. Eso no quiere decir que debamos renunciar a que funcionen correctamente. Pero ¿queremos que nuestras ciudades sean, ante todo, eficientes? ¿No sería mejor aspirar a tener ciudades justas, prósperas, abiertas o simplemente decentes?

Judit Carrera es politóloga.

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