Un Valle-Inclán plano
En esta 'Luces de Bohemia' se grita en exceso, como si el texto no tuviera peso
En la ecléctica programación del Teatre Goya-Codorniu tenemos, hasta finales de mes, un Valle-Inclán que viene a suplir, me cuentan, al montaje anterior, Bona gent, por lo mal que este iba en taquilla. Tendría gracia que lo que no ha conseguido la fiera de la Arànega con la comedia dirigida por Veronese lo consiguiera la compañía baturra Teatro del Temple con el primer esperpento del dramaturgo más interesante de la generación del 98 y toda su carga crítica contra una España sin ética que debiera haber caducado tiempo ha.
La grotesca parábola que dibuja Luces de bohemia sobre la España corrupta, opresiva y deforme de la Restauración parece ahora más pertinente que nunca. Qué oportunos son los comentarios de los personajes en esta sátira nacional, como los del preso cuando dice: “En España el trabajo y la inteligencia siempre han sido menospreciados… Aquí todo lo manda el dinero”, o los del protagonista, Max Estrella, ya al principio de la obra: “España, en su concepción religiosa, es una tribu del centro de África”.
LUCES DE BOHEMIA
De Ramón María del Valle-Inclán. Dirección: Carlos Martín. Intérpretes: Mariano Anós, Jorge Basanta, Gabriel Latorre, Laura Plano, Francisco Fraguas, Rafa Blanca/ Félix Martín, Amanda Recacha, Néstor Arnas.
Teatre Goya-Codorníu, Barcelona. Hasta el 30 de junio.
Pero, claro, para que todo ello cale primero se deberían poder oír bien las intervenciones de los muchos seres que deambulan a lo largo de la función. Y es que una de las cosas de las que peca el montaje que firma Carlos Martín es que a menudo no se entiende lo que dicen los intérpretes en su apresurada y exaltada transmisión del texto.
La tendencia de todos los integrantes de la compañía, que por lo visto llevan seis años representando la pieza, es la de cargar las tintas de la burla, hacer que los personajes resulten más graciosos de lo que son a base de exagerar sus gestos y dejes, de gritar y de reír en exceso, como si las palabras que pronuncian no tuvieran suficiente peso o no acabaran de confiar en él. En ese sentido, el espectáculo acaba siendo plano por arriba, y el desfile alucinante de personajes sacudidos por la vida que reúne la obra, de lo más uniforme. Tampoco ayuda, en la descripción del peregrinaje de Max Estrella y su alter ego Latino de Hispalis por el Madrid nocturno y hambriento de la época, la disposición del espacio escénico. El movimiento constante de los cuatro paneles, compuestos por un mosaico de planchas a un lado (¿los espejos cóncavos?) y ropa colgada al otro, que los intérpretes arrastran para crear los distintos ambientes de las 15 escenas en las que tiene lugar la acción se hace de lo más farragoso. Y la banda sonora que acompaña estos cambios, superflua. Viendo todo esto, me vino a la mente el montaje que Oriol Broggi hizo de la obra hará un par de años; cuanto más pienso en este último, más me gusta aquel.
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