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Historias con ‘P’ de Patricio

El joven pianista madrileño Moisés P. Sánchez llena solo el Café Central toda la semana Solo Tete Montoliú y Chano Domínguez lo hicieron antes

Patricia Ortega Dolz
El pianista Moisés P Sánchez en el Café Central.
El pianista Moisés P Sánchez en el Café Central.Carlos Rosillo

Una sola letra puede cambiar por completo el sentido de una palabra y, a veces también, el de una vida entera. En el caso de Moisés P. Sánchez fue esa “P” colocada en el medio de su nombre. Mientras la omitió fue casi un perfecto desconocido. Cuando la puso, su carrera dio un vuelco y ese nombre, con la “P” de Patricio, como su padre, empezó a sonar en los circuitos de jazz hasta que ocurrió algo insólito. Algo que solo ha ocurrido dos veces en los más de 30 años de historia que tiene el Café Central, el templo de jazz madrileño por el que han pasado músicos de medio mundo. Solo lo habían logrado los pianistas Tete Montoliú y Chano Domínguez —ahí es nada—. Y ahora, a sus jovencísimos 33 años, lo ha conseguido Moisés P. Sánchez: una semana entera programado en el Central. Él solo con el piano. Sin su trío (Moisés P. Sánchez Trío). Dos pases. Lleno.

Desde el pasado lunes, por cinco euros, cualquiera puede entrar en el mítico local y escuchar sus historias. Moisés P. Sánchez compone y toca historias —con “P” de piano y de Patricio—. Sorprendentes viajes sonoros. Desde esa plaza del Ángel hasta, por ejemplo, el lago de Ingarö en el que murió sumergido y con traje de buzo el pianista sueco Esbjorn Svensson (La casa en el mar), o un recorrido por la vida del húngaro Béla Bartók (El camino de Béla), o un paseo por su propio pasado (Pequeño gran héroe)...

Mi padre quería que aprendiese música como quien aprende un idioma y eligió el piano

Hace 30 años que se sentó por primera vez, con las piernas colgando, delante de un piano. Era el único mueble que había en el salón cuando se mudaron desde el madrileño barrio de San Blas a Mejorada del Campo (21 kilómetros al este del centro de la capital). Su padre, que tocaba la batería en un grupo con los compases del músico frustrado, lo había comprado porque lo tenía claro: “Quería que aprendiese música como quien aprende un idioma y eligió el piano porque es el instrumento más completo, el que lleva dentro toda la orquesta”, contaba Moisés el miércoles, minutos antes de subirse de nuevo al escenario del Central, con el local otra vez lleno. Su padre aprendió a tocar el piano con y por él, su único hijo. Los dos solos. En la comunión de una disciplina infinita. Apaciguados con las artes templadas de Rosa —la madre— cuando la tentación del fútbol de la calle cobraba la forma de un griterío en la sala. Dos autodidactas frente a las 88 teclas. Tarde tras tarde: “Primero 20 minutos, luego media hora, luego dos horas…”. Hasta que los dedos de Moisés se movieron solos, mientras dormía.

El resultado de todo aquel trabajo está ahora a la vista de todos. Bueno, en realidad ya lo estaba un poco antes. Se le vio venir cuando el gran maestro vasco Joaquín Achúcarro le escuchó tocar en el conservatorio. Era la primera vez que Moisés, que nunca había seguido una educación musical reglada, se presentaba a una prueba. Él no sabía que era un pianista asilvestrado. Tenía la técnica. La suya. Sabía leerlo todo. A su manera. Interpretaba a los clásicos de su particular forma, como él había aprendido, con “P” de Patricio. Achúcarro tenía dudas de que pudiese adaptarse hasta que un día, en un intermedio de las clases, Moisés se puso a acompañar al clarinete de un compañero. Improvisando. Entonces el maestro se aceleró por el pasillo, llegó hasta el piano sobre el que ya se encorvaba Moisés con esa mano izquierda prodigiosa y dijo: “¡Eso sí!, ¡eso sí!”.

Moisés P. Sánchez a los cuatro años tocando su piano.
Moisés P. Sánchez a los cuatro años tocando su piano.

Con 18 años ya se iba de gira con la banda de jazz del guitarrista Chema Vilchez, con el compositor flamenco Serranito (Víctor Monge) y hasta hizo una tour internacional acompañando con su teclado a los campeones olímpicos de patinaje sobre hielo en un espectáculo llamado Champions on ice.

Empezaba la leyenda de un músico todoterreno, que tomaba los primeros vasos de leche con galletas escuchando a King Crimson, a los psicodélicos Soft Machine o el saxo de John Coltrane. Que desarrollaba su imaginación enganchado a los videojuegos. Y que, años después, coleccionaba discos de Björk y Radiohead.

En 2011, después de hacer un curso con el guitarrista estadounidense Pat Metheny (20 premios Grammy), el que hoy es considerado mundialmente como uno de los más grandes músicos de jazz le invitaba a tocar con su trío (Pat Metheny Group) en Connecticut. Desde niño sueña (literalmente) con acompañarle en una gira.

Ahora, cuando vive de su música, le han surgido proyectos en Italia y Francia. “Aquí hay mucho talento pero nosotros, los músicos, no existimos, ni en los festivales que se organizan en nuestro propio país. La Marca España es Nadal y la Roja. Tenemos que hacerlo todo solos, aunque creo que viene una generación que vamos a cambiar las cosas, aunque sea desde fuera”.

Dicho lo cual volvió a hacerlo. Volvió a llevarse de viaje al auditorio entero, nota a nota, hasta ponerlo en pie, con esa determinación disfrazada de timidez que le caracteriza, delante de su “mayor fan y mayor crítico”, su padre, Patricio.

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Sobre la firma

Patricia Ortega Dolz
Es reportera de EL PAÍS desde 2001, especializada en Interior (Seguridad, Sucesos y Terrorismo). Ha desarrollado su carrera en este diario en distintas secciones: Local, Nacional, Domingo, o Revista, cultivando principalmente el género del Reportaje, ahora también audiovisual. Ha vivido en Nueva York y Shanghai y es autora de "Madrid en 20 vinos".

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