Salvados
Existen muchas clases de periodismo activo, pasivo y circunstancial. Y después está Jordi Évole
Escribir una columna a veces se convierte en una cura de humildad. Ya saben que este oficio no tiene precisamente buena prensa. En casa prefiero que sigan pensando que toco el piano en un burdel. Hay un estilo de periodismo sobrado y de colon irritable que es el del típico tertuliano que tiene todas las respuestas y desciende un poco conmiserativamente a contarnos su visión del asunto. Hay otro periodismo canalla, de colmillo retorcido, estilo Walter Matthau en Primera Plana, que no está dispuesto a dejar que la realidad le arruine un buen artículo ni de coña. También está la escuela del llanero solitario que pretende acabar él solo con el paro, la malaria y la discriminación racial en el mundo. Existen muchas clases de periodismo activo, pasivo y circunstancial. Y después está Jordi Évole.
El otro día encendí la tele en el momento justo en que el periodista de La Sexta llamaba por teléfono al presidente de las Cortes valencianas. El señor Cotino respondió personalmente a la llamada. Y acto seguido, rectificó sobre la marcha para decir que él en realidad no era exactamente él, sino más bien su hermano. Me quedé fascinada. Luego pude ver al eximio político en la Feria de vinos y embutidos hasta donde lo siguieron las cámaras de Salvados para preguntarle sobre el accidente del metro de Valencia, y mi admiración fue en aumento. El tipo permanecía parapetado dentro de una sonrisa de muñeco de Netol que ponía la carne de gallina. A su lado, Jack Nicholson en El Resplandor, podía pasar perfectamente por San Francisco de Asís.
Évole tiene pinta de chaval de Instituto de los que se sientan en la última fila con camiseta y zapatillas deportivas y parece que no se entera de nada. Desde luego no se cree el más listo de la clase ni va de vanguardia metafísica. En este oficio hay quien considera que el periodista es un tipo curtido, siempre bregando en el filo del escándalo y del hastío, con vocación de dar una primicia que haga temblar el misterio. O sea que rebajarse a contar otra vez una realidad que fue noticia hace siete años sería como caer en los abismos de la obviedad, y a nadie le gusta caer tan bajo. Pero Évole es un clásico. En cuestiones matemáticas para él dos y dos suman cuatro. Por eso se atreve a sacar del hoyo a 43 muertos mal enterrados con esa ingenuidad del que cree que la justicia poética siempre está de guardia.
Es joven y todavía tiene capacidad de asombro. El éxito aún no se le ha subido a la cabeza, así que no se le caen los anillos por bajarse a un asunto trillado del que todo el mundo cree estar al cabo de la calle. Pone el tema sobre la mesa con cara de buen chico, como quien no quiere la cosa, le da una pequeña vuelta de tuerca y al final, con una maestría de patio de colegio de Cornellà, consigue que el grillo se meta solo en la jaula. Lo de asaltar el Palacio de Invierno lo deja para otros colegas más bregados en el filo de la navaja y así. No va de duro ni se le ve venir a la legua, porque es bajito, más bien tímido y de gestos titubeantes. Pero tiene un estilo realmente socrático de tocar las narices. Se limita a hacer las preguntas que hay que hacer. Y punto.
El suyo es un periodismo de toda la vida con esa emoción trágica que da el hacer honor a la verdad. Matrícula de honor, chaval.
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