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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Bienvenido míster 1714

El mito es una salida tentadora, pero los catalanes no se merecen una inmersión mitológica sino lucidez y racionalidad

Es un espejismo concebir 1714 en términos de la historia que vivimos, de la sociedad que constituimos, de la noción política de nuestro tiempo, de la idea de Estado o de Derecho que son las de hoy. Es como aplicar a la guerra de Troya, si es que tuvo lugar, las normas de la Convención de Ginebra. Una interpretación ya sea épica o victimista de lo que significó 1714 para la Cataluña de entonces podría impedir la posibilidad de esos debates sobre el pasado que dan vida al presente. Sería más bien un nuevo acto de simulación.

Aunque haya precedentes, resulta impensable que la conmemoración de 1714 pueda convertirse en un revival de epopeya decimonónica o en un reality show posmoderno a cargo del dinero del contribuyente. Del mismo modo, sería impensable que, dada la pluralidad de interpretaciones sobre lo que significó aquel 1714, los eventos conmemorativos se limitasen a consagrar una versión unívoca. No, sin duda, será la oportunidad para un proceso de rememoración y análisis según la libre tradición del pluralismo crítico. Un tricentenario de esta índole puede ser útil para un nuevo entendimiento de la historia de Cataluña, a no ser que se dé prioridad a la justificación de los errores políticos recientes recurriendo a los mitos de la historiografía nacionalista.

De ser así, una vez más el mito se impondrá a la razón, la política efectista suplantará esa gran conversación pública que es nuclear en una sociedad avanzada. Abrazarse a la nostalgia de un pasado irreal mengua la capacidad de reacción ante la complejidad y, en sus casos extremos, tiene componentes de fumistería. Dada una actualidad tan escasamente ininteligible como la que se está viviendo, recauchutar una versión heroica y maniquea de 1714 sería más bien poco inteligente.

Según no pocos historiadores, no es exacto que 1714 represente para Cataluña la pérdida de su independencia, a modo de idilio interruptus. El profesor Ernest Lluch escribió que las prohibiciones del catalán a partir de 1714 hacen que, más que hablar de la lengua catalana como de una morta viva, debiéramos hablar de una asesinada que sobrevive, de una assassinada viva. De eso se sigue que la significación de Antoni de Capmany, liberal-conservador que hace la defensa del foralismo en las Cortes de Cádiz, también demuestra que la catalanización de temas en castellano precede la catalanización de la lengua.

Es más: 1714, según historiadores como Jaume Vicens Vives, no es la extinción de una idílica democracia catalana. Lo recordaba hace poco su amigo y discípulo, el profesor John Elliot. Más aún, aquella no fue una guerra de secesión sino de sucesión, el eco del conflicto que surge en Europa por temor a una hegemonía de la Francia borbónica. Entonces los catalanes reaccionan contra Francia y no exactamente contra España. Esa actitud lleva al Decreto de Nueva Planta, al que la historiografía nacionalista califica de genocidio, como si Felipe V fuese Mao o Hitler. El austracismo —surgido en Catalunya de la percepción de que Francia iba a perder la guerra— tiene hoy un tinte de melancolía, ese que generan las empresas imposibles. Por otra parte, en el nuevo estado de cosas se cifra la modernización económica de Cataluña. La anulación de atavismos estamentales abrió Cataluña a la nueva economía. Después llega Carlos III y Cataluña accede al libre comercio con América.

Ahí están las Memorias históricas de Capmany, en la hora de un inusitado crecimiento económico de Cataluña, como representante de un mercantilismo liberal que garantizó tanta prosperidad y progreso. Cuesta suponer que en el tricentenario de 1714 esas reinterpretaciones del pasado, tan legítimas como otras, vayan a ser arrumbadas. En épocas de crisis, también crisis de un nacionalismo catalán que se desgaja del catalanismo clásico y se hace soberanista, el mito es una salida tan a mano que puede ser tentadora, pero los ciudadanos de Cataluña no se merecen una inmersión mitológica sino referentes de lucidez y racionalidad.

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