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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desconfianza institucional, ebullición social y lucha de calle

Las crisis nos muestran hasta qué punto es inútil la fe ciega en lo que las instituciones públicas resuelvan. Hoy mismo, vivimos una época de escaseces institucionales. El recorte de las capacidades públicas es evidente en lo que se refiere a su disponible presupuestario, pero también afecta a su aptitud para generar confianza y movilizar a la sociedad.

Este escenario, grave por sí mismo, adquiriría su peor versión en el caso de un régimen institucional que se maneje al albur de los intereses de oligarquías extractivas, enredándose, de acuerdo con la reciente tesis de los norteamericanos Acemoglu y Robinson, en el círculo vicioso que lleva a los países al fracaso político, a la descohesión social y al naufragio económico.

Con el embate de esta crisis económica están aflorando las fragilidades políticas de las instituciones, ocultas tras un largo ciclo de abundancia fiscal. Hay una crisis de credibilidad en los vínculos de representación y confianza con unos representantes públicos a los que creemos incapaces de encontrar una vía de salida. Pero este mismo argumento ha puesto de manifiesto que la crisis ha alcanzado asimismo a la conciencia de cooperación, pese a que es un atributo que constituye a la persona en tanto que ser social. Que ha afectado, en primer lugar, a la disposición social a cooperar con la política. Y que ha hecho visible, además, el retroceso de valores relacionados con la implicación social en la resolución compartida de problemas comunes.

La misma falta de ganas de los partidos políticos a colaborar entre sí, sea para afrontar juntos la crisis o para aprobar unos presupuestos, no es más que un reflejo de esa crisis de conciencia. Los partidos no creen que la sociedad actual tenga un sentido tan fuerte de la cooperación como para valorar significativamente (premiando o castigando) una actitud favorable o contraria al trabajo político en común. Están equivocándose. La crisis es también un escenario de oportunidades para la regeneración del tejido social debilitado y la emergencia de nuevas formas de sociedad organizada. Formas que pueden optar por cicatrizar la fisura entre política y sociedad a partir de la reconstrucción del vínculo dañado, por agitarse contra el sistema político en nombre de un nuevo sujeto de poder o por la creación de espacios sociales alternativos que buscan crear un poder (poder dual) al margen del sistema.

La política institucional inspira muy poco crédito para protagonizar ahora una vigorosa regeneración

Si hacemos caso del Barómetro de Confianza Institucional de Metroscopia, que publicó EL PAÍS, la sociedad española desconfía de todas las instituciones políticas. De entre aquellas dotadas con capacidad de iniciativa política son los Ayuntamientos los que reciben la opinión más favorable (33%) y, todavía así, el índice de rechazo que suscitan es de casi dos tercios (63%) de los encuestados. El Parlamento, el Gobierno del Estado y los partidos políticos, todos ellos están por debajo del 20% de aceptación y cuentan con el rechazo de más de las tres cuartas partes de los entrevistados. Por el contrario, destaca el ascenso de referentes sociales tradicionales, como pueden ser los pequeños y medianos empresarios, Cáritas y las ONG y la fuerte irrupción de los nuevos movimientos sociales, como la PAH.

No extraña que este panorama se traduzca en absoluto desinterés por el juego de partidos, el debate parlamentario y la gestión pública. A la vista de lo que expresa la opinión pública española, la política institucional inspira muy poco crédito para protagonizar ahora una acción vigorosa de regeneración política, cuando tampoco parece muy capaz de afrontar con acierto la situación de emergencia económica.

Mientras tanto, se están dando condiciones que pueden favorecer un proceso de agravamiento de luchas sociales. Y, ¿cuál puede ser el papel de los nuevos movimientos sociales y la indignación de la calle? ¿Es posible que se inicie el proceso constituyente al que instaría la movilización multiforme de la que informa Manuel Castells? Su actual dificultad reside en la carencia de una vanguardia política que represente una opción de poder revolucionario activa en todo el Estado. ¿Pueden los revolucionarios vascos catalizarla? Sortu sí quiere ser palanca de un cambio que trascienda la geografía vasca, pero hoy por hoy el tiempo social en Euskadi es otro.

Ahora bien, los nuevos movimientos pueden crear territorios de doble poder con cierto éxito, en la medida en que se asocien con demandas sociales que conecten estrechamente con colectivos gravemente perjudicados con la crisis (como la PAH, con los desahucios) y acierten con una organización que no se descomponga. El régimen institucional aparentaría quedarse intacto, pero estaría socavado en esos territorios por la persistencia de un poder paralelo de una calle indignada.

En Euskadi hay un partido revolucionario fuerte, el más influyente de Europa. La evolución social, pese a ello, se desarrolla con menor intensidad. No hay ese deterioro de la confianza institucional; la realidad social es dura, pero más atenuada y, por eso, la calle no vive la ebullición social española. Sin embargo, es la activación de la calle para la lucha social el objetivo preferente de la planificación próxima del MLNV y por eso siguen de cerca el efecto práctico que están logrando los medios que han puesto en acción los movimientos sociales españoles —Tasio Erkizia: “Las formas organizadas de autodefensa por la justicia social”—, que les están abriendo un camino muy interesante.

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