Los hilos de la vida
Carpanta o la familia Cebolleta: aquí hasta los personajes de los tebeos son pobres
Los sábados por la mañana están hechos para ir a comprarse un tebeo. Lo dice la declaración universal de los derechos humanos. Es un gustazo. El sol se pone de nuestra parte y nos sigue hasta la tienda, hasta la librería, hasta el quiosco. Los sábados de sol son ases de oros. Con un sábado soleado en la mano puede darse la semana por ganada. Al abrir el tebeo en un día así, el sol parece uno de esos tipos que se ponen en el metro a leer el periódico de los otros mirando por encima del hombro. Pero, como son tan simpáticos, se les permite. Qué diablos, ¡en un día así! Lo triste es meterse a comprar tebeos en sitios donde todo es cemento y no entra la luz del día. Mil escaleras mecánicas no valen lo que una ventana normal y corriente, con sus cristales, sus listones, sus tablerillos y sus goznes. Aunque ya, muchas calles de Barcelona se están convirtiendo en un paisaje de edificios con ventanas rotas, que en vez de cristales tienen cartones y agujeros como si fueran la capa de ozono. Al paso que vamos con la pobreza, acabará teniendo agujeros hasta la capa de Superman. En el barrio del Besòs, cerca de donde han desahuciado estos días el edificio del Incasol, hay otro en el que la gente accede a su casa por la ventana de atrás. Parece que hayan tabicado el piso para hacer dos viviendas. En la que da a la parte trasera del bloque, han puesto unas pequeñas escaleras de madera hasta la ventana y los que viven ahí entran y salen como Pedro por su casa, sin que aquí se pretenda cuestionar ni que se llamen Pedro ni que esa sea su casa.
A un pobre nunca hay que cuestionarlo. A un pobre, al que nadie le da nada, qué trabajo cuesta darle por lo menos la razón. Y más en España, que lo de ser pobre es una forma de idiosincrasia, de folclore, de cultura popular. Lo llevamos pegado a estas manos que se ha de comer el paro. Pero si aquí ¡hasta los personajes de los tebeos han sido pobres! Desde Carpanta hasta el Gordito Relleno, pasando por Doña Urraca, Petra, Anacleto, la familia Cebolleta, la familia Trapisonda y ya no digamos la familia Churumbel. Hasta el Capitán Trueno era tan pobre que, en vez de mandar toda una compañía, le acompañaban el gordo y el flaco.
España es un país pegado a la pobreza como el hombre a una nariz pegado de Quevedo, que era Góngora (ahora en los colegios enseñan Mad Men). Pobre Góngora, para decir cueva decía: “formidable de la tierra / bostezo”, y tan enfrascado estaba contando octavas reales que, cuando se fue a dar cuenta, el pendejo de Quevedo, que le tenía una casa alquilada, mandó desahuciarlo. Lo plantó en la calle, a los 64 años, con los cajones llenos de caliginosas silvas y de romances moriscos. Ay que ver lo muy gongorino que era Ramón Gómez de la Serna. Sus greguerías son puro culteranismo. Son Góngora diciendo: “erizo es el zurrón de la castaña”. Todo el barroco es greguería y pobreza. Nuestra historia viene de ahí, de esa miseria pegada a las paredes de las casas y de los desahucios. Y no sólo puede verse en los tebeos lo pobres que hemos sido siempre. También lo fueron los héroes de nuestra literatura: el Lazarillo, la Celestina, Don Quijote, el Cid, el Buscón... hasta el detective sin nombre de Eduardo Mendoza. Del cine, ya no hablemos que se nos pega la música de Plácido.
En los sitios sin ventanas se ve a los tebeos agonizando, boqueando como peces que se asfixian en un camino de tierra
Siempre dando vueltas por la calle, a ver qué pasa, a ver a quién se encuentra uno. Esa es la vida del pobre español, como en las historietas de Don Pelmazo. Por eso, donde mejor se compran los tebeos es en los quioscos, porque están en medio de la calle. Un quiosco es el colmo de la libertad. Si la Real Academia, en vez de pasarse el día sacándole brillo y esplendor a las palabras como si fueran zapatos, obrase con un mínimo de compromiso con el lenguaje, hace tiempo que en la lista de sinónimos de libertad hubiera incluido la palabra quiosco. Son un sitio para la gente que pasa de largo. Ni siquiera se va a quedar demasiado rato. Son así pura metáfora de la vida. Son para todo el que va y viene por la calle. Pobres, ricos, niños, grandes, gente con prisa, gente con perro o gente que viaja despacito. La democracia española se fraguó antes en los quioscos que en las Cortes. En los periódicos, en las revistas colgadas con pinzas para que todo el mundo viera lo que pasaba... Pero qué voy a decir de esto, que ustedes, que han comprado toda la vida el diario, no sepan.
Siempre a la luz del día. La compra de interior es demasiado triste. Tiene mucho de visita a hospital con recortes. En los sitios sin ventanas se ve a los tebeos agonizando, boqueando como peces que se asfixian en un camino de tierra. Hay que rescatar los tebeos de esos lugares rápidamente para atarlos otra vez al hilo de la vida. Porque ese hilo existe. No es un invento de los poetas. En Barcelona lo llevan las palomas atado a una pata. Son hilos rotos que hay tirados por las aceras porque se han caído del abrigo de alguna persona que a lo mejor se ha resfriado y al estornudar se ha sacudido de arriba abajo y se le ha soltado algún botón, o al sacar el pañuelo se ha sonado tan fuerte que se le ha deshilachado, o que tiene unas décimas de fiebre porque sabe que les harán un ERE en el trabajo o está sufriendo porque teme que la vayan a despedir de su empleo precario en Catalunya Ràdio o en la FNAC, o a lo peor el hilo se le ha caído a alguien que se está muriendo pero que todavía es capaz de llegar andando hasta aquel árbol o hasta aquella fuente. Cuando las palomas aterrizan en las aceras para caminar como un barcelonés cualquiera, que ya ni se acuerda de que existe el alcalde Trias, esos hilos perdidos se les enredan en las patas. Se les hace un nudo que se va liando cada vez más, apretándose con más fuerza, hasta que les corta la pata o se la pudre. Los hilos de la vida también tienen su destino trágico. Y más en un país de pobres.
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