¿Hay vida inteligente en el jazz?
Daniel lo tiene todo: un sonido cool, redondo, y una forma de decir fogosa y contundente que en nada evidencia sus pocos años
Guillermo McGill pertenece a la rara especie de los creadores que no sólo crean: de vez en cuando, incluso, piensan. Y es esa mente pensante que anda detrás del asunto la que distingue a su música, que no deja indiferente. O gusta o no, otra cosa no se admite. Su manía de pensarse las cosas le ha llevado a meterse en algún que otro jardín, como cuando decidió no tocar en el Festival de Jazz de Madrid por desavenencias con la autoridad competente. Otra cosa: es el único músico de jazz de la historia que le ha dedicado un disco a María Zambrano y otro a la Teología de la Liberación. Hace años cambió el sillín de su batería por un cajón flamenco. Y es que a Guillermo, uruguayo de nacimiento, madrileño de adopción, el jondo le tira lo suyo. Acaba de grabar un nuevo disco, The Art of Respect, en el que recuerda a Ramón Montoya y Fernando Vilches que, en los veinte, intentaron una primera aproximación entre el jazz y el flamenco, y anda a la espera de una compañía que se lo publique. Esta fue, aunque sólo en parte, la música que pudimos escuchar en su concierto del viernes en Bogui Jazz, en el que no estuvo Dave Liebman, encargado de tocar el saxo en la “v. o.” del proyecto, pero sí Daniel Juárez, y es cosa muy de notar la desenvoltura de este joven fenómeno de nuestro jazz nacido en Talavera de la Reina hace apenas 21 años.
McGill conoció al fenómeno en Musikene, Centro Superior de Música del País Vasco, donde el uno imparte clases y el otro las recibe. Lo suyo fue un flechazo. Y es que Daniel lo tiene todo: un sonido cool, redondo, y una forma de decir fogosa y contundente que en nada evidencia sus pocos años. Además compone (Insomio). Con esto que al muchacho le sobran arrestos para enfrentarse a un público que ha acudido a comprobar qué hay de cierto en lo que se dice de él. Luego estaba la otra facción, los fans del líder, que no son uno ni dos. Sobre el escenario, Guillermo lleva la voz cantante sin necesidad de alzar la voz más allá de lo necesario. Como baterista, es un tanto atípico. Nunca pierde la compostura, como el Jeeves de las novelas de P.G. Wodehouse y, aun así, su swing es arrollador. De hecho, es tan buen baterista que no parece un baterista. Y no sólo eso: apenas toca solos, algo que el aficionado le agradece con el alma. Nada hay peor, ni más tedioso, que un baterista tratando de demostrar su pericia a cada paso.
Otra cosa que se le da bien a McGill es elegir acompañantes. El caso de un Israel Sandoval, de quien se ha hablado en estas mismas páginas con motivo del estupendo concierto que ofreció en el Círculo de Bellas Artes; uno de los grandes guitarristas de jazz del país, y de los menos reconocidos. Israel alcanza las cimas psicodélicas de un Jimi Hendrix, que no tocaba jazz, pero como si lo hiciera, para seguir con Wes Montgomery o Bill Frisell. Como muestra, su solo en la susodicha Insomio. Una maravilla, del primer al último compás.
Otro que tal: Toño Miguel. Hace nada, era uno más entre los contrabajistas a la espera de una oportunidad en una ciudad que cuenta con algunos notables especialistas del instrumento. Toño, o Antonio, dependiendo de dónde, se fue a Nueva York a foguearse y aquí está de vuelta, convertido en una pieza cotizada más allá de nuestras fronteras. Con McGill, son uña y carne: ocasiones hay en que no se sabe muy bien donde empieza el uno y termina el otro.
El Clan McGill –llamado así por el líder en honor al grupo pionero del Rock & Roll en Uruguay así llamado, en el que militó su señor padre- es una de esas pequeñas maravillas que produce de cuando en cuando el jazz. Como para perdérselo.
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