‘Lobbies’ y escraches
Ni unos son siempre tráfico de influencias, ni otros coacciones. Son ejercicio del derecho a la participación directa en la vida política
Lo dijo el ministro José Manuel García Margallo cuando habló de sus conversaciones con Corinna zu Sayn-Wittgenstein: “La función de los lobbies es influir en los legisladores o en las administraciones públicas para promover decisiones proclives a los intereses de un sector”. Su función teórica es la de informar y convencer a los políticos de las ventajas de sus propuestas. Pero Josep Fontana nos ilustra sobre la función práctica de los lobbies, con una descripción de Chris Hedges, referida a Estados Unidos: “Los lobbies escriben los proyectos de ley y consiguen que sean aprobados gracias a que son quienes les aseguran a los políticos el dinero para ser elegidos y les emplean cuando dejan la política”. En España puede ser peor. Aquí los lobbies están “desregulados”, o sea, que campan a sus anchas con el inmenso poder de sus empresas, finanzas y contactos. Pero a nadie se la ha ocurrido equipararlos, en todo caso, con el tráfico de influencias delictivo.
Los ciudadanos normales, sin embargo, solo para conseguir una vía de acceso a los legisladores, necesitan reunir, al menos, 500.000 firmas. Y con ello ni siquiera se garantiza que lleguen a influir efectivamente, como los lobbies, porque su iniciativa legislativa popular puede ser desatendida, aguada, tergiversada, neutralizada por los legisladores. Ada Colau, y su colectivo nacido en Barcelona, saben muy bien las limitaciones de este tipo de esfuerzos de democracia directa.
La democracia directa está prevista en la Constitución. Los partidos políticos, las elecciones periódicas y las iniciativas legislativas populares no son los únicos cauces lícitos de participación política y social. El ciudadano tiene más derechos que los de votar y callar. Tiene derecho, directamente, a discrepar y a criticar. Tiene derecho a manifestar colectivamente su satisfacción o su enojo. Pero así como puede ser neutralizada la iniciativa legislativa popular, también pueden serlo otras formas de democracia directa. Tras las grandes manifestaciones cunde el desánimo o la duda sobre su eficacia. Por eso surgen nuevos modos de democracia directa con vocación de mayor incidencia. Así aparecieron los escraches.
Aquí los lobbies están “desregulados”, o sea, que campan a sus anchas con el inmenso poder de sus empresas, finanzas y contactos
El ejercicio de estos derechos y expectativas siempre implica perturbación de expectativas y derechos de otros. Las discrepancias y confrontaciones no discurren sin tensiones personales y sociales. La temperatura de civilización de un país se mide, entre otras cosas, por la capacidad de tolerancia recíproca en esas tensiones personales y sociales.
La presión que pueden ejercer los lobbies sobre algunos políticos, entre agasajos y lisonjas, es siempre discreta, amable, grata, cuando no gratificante, para llegar a ser intensa y determinante. Por todo ello siempre la consideran tolerable, como si fuera una influencia proporcionada y natural. Sin embargo, la presión que pueden ejercer los ciudadanos mediante las vías de participación directa es, en ocasiones, escandalosa, desabrida, y poco educada. Por eso quienes la sufren siempre la consideran desproporcionada, intolerable y hasta delictiva.
Las injurias y calumnias infundadas, o las agresiones físicas, no son escrache. Son injustificables y perseguibles penalmente. Pero, más allá de esto, como ha dicho el Tribunal Supremo, quienes voluntariamente ejercen una actividad pública y reclaman la atención o el apoyo de los ciudadanos han de tolerar una crítica más profunda de sus actuaciones y comportamientos, con la particularidad, además, de que el tono apasionado, combativo y hasta demagógico que suele caracterizar las contiendas políticas puede hacer que las críticas se manifiesten acremente con exageraciones o demasías de mal gusto. Esto vale para las críticas colectivas aunque incomoden en la puerta de casa.
En resumen, ni el lobbismo es necesariamente tráfico de influencias, ni los escraches son necesariamente coacciones. Son un ejercicio del derecho a la participación directa en la vida política. Y a quien le molesten, debe soportarlos. Le va en el sueldo.
José María Mena es exfiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.