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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El capital no tiene patria

La semana pasada, mi cuñada me hizo un gran descubrimiento: los espárragos enlatados que adquiero en Mercadona o en Consum también son chinos

A los chinos les debemos grandes hallazgos. Los valencianos, por ejemplo, no seríamos nada sin la pólvora de la que ellos son pioneros. Nos gusta hacer castillos en el aire para asombrar.

A los chinos, aquí asentados, les debemos los bazares a los que acudimos. ¿Quién no ha recurrido a estas tiendas? Se esfuerzan por endosarnos el producto aun cuando no sea lo que buscamos.

A los chinos les debemos parte de la indumentaria que vestimos. Amancio Ortega ha trasladado su producción de textiles creando puestos de trabajo en ciudades orientales. Allí, los nativos, apiñados en naves propias de tiempos decimonónicos, los fabrican en condiciones precarias. Aquí, gracias a don Amancio, nos mostramos como clientes distinguidos y quizá desempleados.

A los chinos les debemos todo tipo de artefactos. Un amigo me muestra un smartphone de línea blanca: es de ese color y además no le veo la marca. Es una perfecta reproducción de un móvil de gama alta. Gracias a nuestros cacharros alimentamos o mal alimentamos a un ejército industrial de asiáticos. Aquí, los desempleados de unas fábricas y servicios clausurados esperan una ocupación poco probable. Forman lo que Karl Marx llamó un ejército industrial de reserva.

Leo en EL PAÍS que el Gobierno de la República Popular ha decretado migraciones masivas del campo a la ciudad. Tal cosa debería ocurrir en pocos años y supondría el traslado de 200 millones de chinos. Los imaginamos ya hacinados en las periferias urbanas produciendo las quincallas o las joyas industriales que los occidentales precisamos: ordenadores, tabletas, frigoríficos, móviles y escobillas de baño.

Alemania se enorgullece de su tecnología, tan apreciada. Nada, nada. En poco tiempo será también una industria en declive, quizá un país fallido. ¿Dónde están los ordenadores alemanes? ¿Y sus teléfonos? Los coches y los electrodomésticos germanos aún se exportan y tienen prestigio... Nada, nada. También en pocos años, los autos y los cachivaches asiáticos llenarán el parque móvil y semoviente de los occidentales. ¿Que eso no sucederá? No: eso ya está sucediendo.

A los chinos les debemos una gastronomía agridulce, con pollo, repollo, almendras, gambas, arroz y rollitos. Pero los orientales, avispados como son, han decidido cambiar y ahora nos sirven, por ejemplo, sepia, sepionet, calamares, patatas bravas y cerveza: lo más demandado por el valenciano que sale a picar.

El mundo cambia y nos aferramos a las rutinas. Yo acostumbro a comprar en distintos establecimientos las vituallas de la casa: en el supermercado o en el paquistaní de la esquina. Etcétera. La semana pasada, mi cuñada me hizo un gran descubrimiento: los espárragos enlatados que adquiero en Mercadona o en Consum también son chinos.

Quedé estupefacto. Al corroborarlo me daban ganas de mandar a freír espárragos a los responsables de ambas empresas. De repente pensé en los ricos trigueros de España, tan sabrosos. De repente pensé en Amancio Ortega, en Juan Roig y en su patriotismo. Según dice el castizo, tiene cojones la cosa. Como los espárragos de Navarra, tan cojonudos. El capital no tiene patria ni su alma, y nosotros estamos descolocados, deslocalizados: como los millones de chinos a los que su Gobierno sin alma también forzará a emigrar.

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