Patrullando por la Barceloneta
Vicens Forner, fotógrafo, describe su barrio en ‘Crónicas de L’Ostia’
Cuesta pasear con Vicens Forner por la Barceloneta sin que le saluden. La mujer del quiosco; muchos vecinos, los de los bares. Está muy solicitado desde que ha publicado Crónicas de L'Ostia. Barceloneta 1949-1992. Con la cámara de fotos en bandolera, Forner se pasa buena parte del día patrullando por su barrio y por el cercano Raval. Y haciendo cientos de fotos. Colaborador desinteresado en la revista de la Barceloneta (también ha publicado fotos en EL PAÍS y El Periódico de Catalunya), se enganchó a lo que era su hobby, la fotografía, al tener que dejar su profesión de forjador naval por problemas de salud que le obligaron a olvidarse de la forja, los hierros y los tornos.
Con una labia incontenible, Forner explicaba hace años a quien quería escucharle un sinfín de anécdotas de su vida en el barrio marinero en el que nació en 1949, una manera de describir las calles y los vecinos de las calles marineras de la ciudad... También el Somorrostro de Carmen Amaya, que cuenta que empezó a taconear en un bar de la Barceloneta. Relatos, algunos, rayando el surrealismo. No pocos amigos, del barrio y otros de “Barcelona”, como suele decir él para referirse a los de fuera del mismo barrio de L’Ostia, como le llaman ellos, le animaban para que recopilara esos recuerdos en un libro. Sobre todo porque, además, Forner disponía de un archivo fotográfico muy importante de todo lo que ha vivido la Barceloneta.
El resultado es un libro —autoeditado y a la venta en las librerías del barrio La Garba y Negra y Criminal— de recuerdos e historias familiares, de juventud, de las calles y, bastante, de la pobreza. De cómo, por ejemplo, en la escuela, en los años sesenta, perforaba un tabique de madera que separaba a chicas y chicos de bachillerato en una clase supuestamente mixta.
También está la omnipresencia de las vías del tren —que partían físicamente en dos el barrio- pero también en lo social, con dos categorías: “el norte y el sur”. Los primeros, con pisos más grandes y donde vivían los “un poco pijos”, dice; y hacia el sur, hacia la playa, la “gente de la mar con sueldos más pobres”. Eran los que vivían en los quarts de casa, de 30 metros cuadrados y, los más afortunados, en 60 metros “como yo”, precisa en el libro. La casa en la que nació era de planta baja y piso, la construcción histórica del barrio. Como muchas más, en la década de los sesenta fue derribada para construir un edificio de cuatro o cinco pisos.
Expulsión de vecinos
Desde la azotea de un edificio del paseo de Joan de Borbó, la vista de la ciudad es espectacular. Al pie, el Port Vell, que la ciudad ganó al mar y al puerto tras derribarse los tinglados del entonces paseo Nacional en los prolegómenos de los Juegos de 1992 y que, ahora, 20 años después, se transformará en una marina de lujo. “Es lo que faltaba, porque ya estábamos tocados de muerte y esto será la puntilla”, se queja Vicens Forner. El paseo está en obras por un carril bus en ambas direcciones. Una preferencia para el transporte público que nadie se cree en el barrio: “Será un acceso rápido para los ocupantes de los yates de lujo, para que no tengan que parar”. Forner dice lo mismo que mantiene la asociación de vecinos de L’Ostia: que esa transformación expulsará a más vecinos y que dentro de nada ya nadie reconocerá la Barceloneta.
La de Forner es una mirada desde dentro de uno de los territorios más singulares de Barcelona que ha pasado de ser un barrio de pescadores y de gentes vinculadas al puerto a estar tomado literalmente por el turismo buena parte del año. Relatos con más humor que no esconden cierta amargura por la cadena de desapariciones: como la del bar Cal Emilio en el paseo de Joan de Borbó —“al que acudían algunos pijos-progres de Barcelona”, subraya— ; o los chiringuitos de la playa.
Forner dice que el antes y el después de la Barceloneta que él ha vivido tiene un momento crucial: cuando Juan Antonio Samaranch dijo el 17 de octubre de 1986: “A la ville de… Barcelona”. “A partir de ese día”—ironiza en el volumen— “empezó una vorágine de afectaciones, expropiaciones, indemnizaciones… En fin, todo lo que acababa en ones, incluida la tocada de coj…”.
El litoral de la ciudad cambió de la noche al día y desaparecieron los merenderos de la playa “con la inestimable ayuda de las fuerzas antidisturbios”, precisa. Y también los baños con sus casetas de madera —-Orientales, San Miguel, Astilleros y San Sebastián, cuya piscina aparece fotografiada en el libro como solía estar: atestada— que se alineaban en la playa, al lado de los chiringuitos. Y con unas inmensas rejas de hierro que se adentraban en el mar a modo de separadores.
También en esa época desaparecieron los tinglados del entonces paseo Nacional, hoy Joan de Borbó. Años después, fue el rompeolas: “La peor de las pérdidas”, sostiene Forner, que ironiza con los “cursos de iniciación al sexo” de las parejas que hacían sus prácticas en los coches aparcados en el rompeolas.
No todo se ha perdido: al caminar hacia el interior, en las calles más alejadas de los dos paseos, la Barceloneta recupera el pulso de barrio que siempre ha sido. Con la ropa tendida en ventanas y las mujeres llamándose por su nombre de balcón a balcón.
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