Fabra, peor que Fitzcarraldo
Por el aeropuerto, que costó 138.5 millones, un misterioso fondo hispanolibio ofrece 87,5
El barón del caucho, Carlos Fermín Fitzcarrald, inspiró a Werner Herzog el personaje del irlandés Brian Sweeney Fitzgerald, Fitzcarraldo, un melómano chiflado que sueña con construir un palacio de la ópera en medio de la selva amazónica para que lo inaugurara el propio Enrico Caruso. Para financiar la operación de ese disparate, Fitzcarraldo urdió un plan: ganar mucho dinero a través de la explotación del caucho de esa inaccesible región. Pero el grado de dificultad para lograrlo era elevado. En la operación era imprescindible navegar por dos ríos que no estaban conectados y había que subir el barco por la montaña para salvar el istmo.
El delirio de Fitzcarraldo, pese a sus asombrosas proporciones, quedó casi obsoleto el día que un tocayo del barón, Carlos Fabra, se inspiró en sí mismo (en su ilimitación) y construyó un aeropuerto sin aviones en medio de un altozano de almendros y cigarras para representar el aria sublime de preguntar a sus nietos el día de la inauguración: “¿Os gusta el aeropuerto del abuelo?”. Sin embargo, a diferencia de Brian Sweeney Fitzgerald, que maquinó y se implicó en una estrategia económica para alcanzar su ensoñación, Fabra descargó su delirio sobre los lomos de la Generalitat y las cajas de ahorro, mientras que los negocios que emprendía, a luz o en el crepúsculo, eran en exclusiva para aumentar su patrimonio personal.
Fue mucho más listo que el irlandés que usó Herzog para su película y sorteó mejor los obstáculos. Se lo pidió a José María Aznar durante el apoteosis del langostino de Vinaròs en las alegres noches de Les Platgetes y ni siquiera obtuvo su bendición, aunque sí obtuvo un negligente silencio administrativo si lograba el dinero por otra vía que no fuese el Gobierno central, el mismo que tras su construcción considera ese aeropuerto “redundante”, “innecesario” y “de difícil sostenibilidad”. Ahora, la extravagancia de Fabra es una realidad y un problema acuciante para la Generalitat (para todos los valencianos). Y constituye, además, el principal logotipo internacional de su descrédito, tanto por la gestión irresponsable de haberlo impulsado como por la cabalgata de conejos, hurones y bólidos que discurre por sus pistas, sobre las que él sigue imperando por encima de la Generalitat.
Por este elefante blanco, que costó 138.5 millones de euros, un misterioso fondo hispanolibio ofrece 87,5 para convertirlo en un aeropuerto de mercancías. Pero las malas noticias sobre el pésimo negocio no acaban ahí. La Generalitat tendría que pagar una indemnización a la antigua gestora, Concesiones Aeroportuarias, de 82 millones, a la que previamente ya tuvo que abonar 18 por una paralización de obra. Además, tiene que soltar otros 20 por la seguridad privada, los equipos de la torre de control y la subestación eléctrica. Es decir, después de que la Generalitat se arrastrase por la rampa hasta la cima de la montaña para cruzar el istmo de la alucinación de Carlos Fabra, se cae a plomo hacia el abismo. Y lo más inquietante es que el presidente Alberto Fabra conceptúa esta chifladura carísima como una “valentía” del otro Fabra.
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