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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Centrifugan su porquería

Homologar al corrupto con cualquier político resulta injusto aquí, en el País Valenciano

El argumentario del PP para defenderse de sus acusadores alecciona que la culpa la tiene siempre el otro, y en punto a la corrupción establece que “sinvergüenzas hay en todos los partidos, y el que no los tiene es porque no ha gobernado”. La edil valenciana María Àngels Ramón-Llin ha recurrido esta semana a tal simplismo para sacudirse las responsabilidades —políticas, al menos— que el Ayuntamiento ha contraído por el saqueo de Emarsa. Debemos admitir que, tal como se desprende de las encuestas de opinión, la ciudadanía, abochornada por tanto desmán, ha acabado por homologar al corrupto con el político de cualquier obediencia, lo cual, resulta injusto aquí, en El País Valenciano, donde la porquería que ahora centrifugan irrumpió a gran escala con los populares, sobre quienes gravita la ley y el trullo.

Recordemos someramente que el PSPV, mientras gobernó la Generalitat durante los años 80, no tuvo suficiente malicia, voluntad o experiencia para meter la mano en el erario. La única maniobra ilegal fue una afamada circular que el secretario de política municipal socialista envió en 1979 a los ayuntamientos que dominaban para obtener recursos con que financiar el partido a cargo de los contratistas y adjudicatarios de obra o servicios públicos. Ignoro qué rendimientos se obtuvieron, pero lo bien cierto es que dicha circular, que se pretendía reservada, fue enseguida pasto de la prensa, convirtiéndose en un argumento intermitente contra Joan Lerma y su muchachada gobernante que, en punto a deméritos, antes se calificó por la pobreza de espíritu, e incluso por la torpeza, que por la codicia. No ha de chocarnos que para su sucesor en la molt honorable poltrona, el popular Eduardo Zaplana y sus liberales, aquellos jóvenes fueran poco más que unos aldeanos.

Desde la óptica del PP, la modernidad del País llegó con ellos en los 90. Grandes proyectos con fastuosos presupuestos coincidieron con la aparición de un ejemplar, más bien una horda social novedosa por estos pagos. Nos referimos a quienes, sin recato, aterrizaban en la política para “forrarse”. Para estos era anacrónico el ascetismo o la decencia de la generación que había templado la Transición y asentado los fundamentos de la democracia posible en el marco de la autonomía. Ellos eran la nueva clase política que, a lomos de lo que sería una burbuja de prosperidad y de las mayorías electorales, convirtieron el País Valenciano en El Dorado de Alí Babá y sus innumerables adictos.

Ahora el PP de la Comunidad percibe su declive en sintonía con el cambio social que se está produciendo alentado tanto por la insondable crisis económica como por la ominosa gestión política que han desarrollado sus gobiernos. Lo revelan las encuestas demoscópicas y se capta en la calle, donde derechas de toda la vida, la feligresía conservadora, se siente tan desamparada por Mariano Rajoy como por Alberto Fabra, pues si el uno miente más que habla, el otro no tiene nada que decir mientras se encogen las pensiones y crece el desempleo, el desamparo y la desesperanza.

Contra esta depresión y el acoso procesal que padece, el PP no arroja la toalla. Alfonso Rus, el feroz mastín que preside el PP provincial de Valencia, ha arengado a sus cofrades para que rompan una lanza por sus imputados. Confiemos en que su alegato no se limite a insistir en que todos somos unos sangoneras, como ellos o los suyos. Tanta presunción de culpabilidad requiere más de talento.

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