El ‘zorro clueco’
Una ancestral costumbre de Canarias, y al parecer de algunos lugares de América, consistía en que cuando la mujer se ponía de parto, el marido se metía en la cama, como si el parturiento fuera él. Decidía y exigía alimentos y cuidados. Era objeto exclusivo de todas las atenciones de la comunidad circundante, mientras ella, con su preñez, se iba al campo, sola, a trabajar, y a parirle los hijos.
Con esta tradición, ingenua y brutal, pretendían confundir a los diablos responsables de la elevadísima mortandad de recién nacidos. Pero se expresaba, con rudeza primitiva, que el único titular del poder fáctico, físico, en aquellos tiempos, era el macho dominante, protagonista exclusivo y beneficiario excluyente de todos los privilegios. A la pobre parturienta, desasistida, se le hurtaba incluso la capacidad para expresar sus dolores. A ese personaje encamado y mimado, todopoderoso y excluyente, le llamaban zorro clueco o zorrocloco.
En ocasiones no parece desmesurado afirmar que algunos rasgos primitivos del poder, como los descritos, no están totalmente extinguidos. Hoy, sin embargo, la fuerza del poder efectivo ya no es física, primitiva, sino sofisticada. Está en el control de la ideología y las instituciones, en el dominio de la tecnología o en los fatales recortes de la economía.
En el hecho natural del fallecimiento, como en el de aquellos partos primitivos, también hay una persona protagonista del padecimiento, y también hay una comunidad circundante, de acompañamiento, compuesta por parientes, próximos, y profesionales sanitarios. Pero también hay una especie de moderno zorrocloco, desalojando al paciente, y ocupando totalmente su espacio, en decisiones que afectan de manera tan íntima, inaplazable e intensa a su vida y su dolor. Son los sofisticados poderes fácticos e institucionales.
Estos, con sus inercias profesionales, y, con frecuencia sus imposiciones ideológicas y restricciones presupuestarias, programan y regulan el dolor que sufrirá el paciente. Se van imponiendo los dogmas, las fuerzas, que sacralizan la rentabilidad de la asistencia sanitaria sacrificando la equidad, la eficiencia y, a fin de cuentas, la ética. Imponen, de manera excluyente, la determinación técnica, económica o ideológica del sufrimiento.
La voluntad del paciente, único protagonista del padecimiento, expresada en testamento vital o de cualquier otra forma, debe ser, no solo prioritaria e insustituible, sino de obligado cumplimiento, ya que afecta a algo tan íntimamente personal e intransferible como el propio dolor. Por eso hay leyes que protegen la autonomía del paciente. Este tiene derecho a exigir y obtener una atención sanitaria capaz de proporcionarle una muerte sin padecer sufrimientos evitables. Ningún poder, ni institucional ni médico, tiene derecho a constituirse en una especie de moderno zorrocloco. Pero, a pesar de ello, a menudo, se hace demasiado para retrasar la muerte y demasiado poco para mitigar el sufrimiento.
Así lo viene advirtiendo, lúcidamente, el prestigioso Comité de Bioética de Cataluña, siguiendo la huella que marcó el doctor Moisés Broggi, recientemente fallecido, tras su dilatadísima y ejemplar experiencia profesional y cívica.
Aquella lúcida advertencia, desdichadamente, sigue siendo frecuentemente de actualidad. Los titulares del poder real, casi como en la tradición primitiva que nos sirve de ejemplo, se arrogan el protagonismo de las decisiones ante un sufrimiento que es, según ellos, inevitable. Imponen sus frías exigencias de rentabilidad y restricción presupuestaria o sus propias convicciones, prevalentes y excluyentes. El paciente, mientras tanto, va quedando postergado, relegado a soportar la ración de dolor y sufrimiento que, como una fuerza inevitable de la naturaleza, se le adjudica. El ancestral zorrocloco está volviendo, o quizás nunca se fue del todo.
José María Mena es ex fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
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